Por Esteban Rodríguez Alzueta*
Un juicio apresurado es un prejuicio. Hay acontecimientos que demandan
tomar distancia antes de emitir opinión, que no se pueden pensar ni rápido ni
acotado. La demora se justifica además porque cuando arremeten los dirigentes
de la primera línea con definiciones terminantes es mejor correrse y esperar a
que la marea baje. Coincido en que, en medio de la tormenta, hay que poner otro
temperamento a las frases y no se puede dudar. ¡Conviene ser contundente! Ya
vendrán tiempos aplacados para ponerse a evaluar. Pero en esas circunstancias,
a veces, para aplacar las operaciones que se montan sobre rumores de toda
índole, es mejor darlos por sentado y subir la apuesta. Eso es lo que hizo el
gobierno nacional, secundado por los gobernadores, con la organización de un
“Comando de Operaciones” para prevenir los saqueos durante los emblemáticos
días 19 y 20 de diciembre, judicializando la protesta como sedición contra
varios policías de distintas provincias, y los ministerios públicos impulsando
detenciones contra personas que habían protagonizado saqueos.
Es demasiado temprano para aventurar hipótesis, solo esperamos que el
hilo no se corte por lo más delgado, aunque ya sabemos que si todo esto queda
en manos de la justicia, estaremos ante una reedición de la teoría de los dos
demonios. Y en esta reformulación, algunos sectores de la clase dirigente,
muchos de ellos funcionarios, tienen su cuota de responsabilidad.
Quiero decir: en esos momentos es preferible aguardar en el rincón,
sobre todo porque la mediocridad de los aplaudidores −que no son militantes de
la autocrítica y tampoco habitués de los cuestionamientos−, suele considerar un
acto de traición cualquier lectura que se corra del canon oficial y puede ser
usado en nuestra contra.
Ahora que la protesta policial se ha contenido y el fantasma de los
estallidos dispersado (¿la casa está en orden?), me gustaría decir unas
palabras sobre la huelga policial y los saqueos sociales pero también sobre los
homicidios pertrechados por algunos sectores de la sociedad civil envuelta en
pánico moral, y la irresponsabilidad e impericia de los funcionarios de los
distintos ministerios de seguridad. Pero vayamos por parte, avancemos
disponiendo de a poco cada uno de esos mojones.
1. Acción colectiva y
movimiento policial: más allá de las tesis conspirativas
Los análisis políticos sobre las crisis que se transitan, realizados
tanto por los protagonistas (políticos) como sus intérpretes inmediatos (los
periodistas), suelen ser demasiado conspirativos, sobre todo cuando los escribas
frecuentan pasadizos cercanos al poder. La voluntad se postula como objeto de
reflexión y desentrañamiento. En estas interpretaciones, las acciones se
presentan como el fruto de la voluntad manifiesta o subrepticia puesta en
juego. Esa voluntad mueve la realidad y empuja la historia. No voy a decir que
esto no sea así, pero como dijo alguna vez Marx, los hombres hacen la historia
pero no la hacen a su libre arbitrio sino en función de las circunstancias con
las que se encuentran, que son anteriores y les han sido legadas. Digo, hay que
poner el ojo también en las condiciones de posibilidad, en el telón de fondo
que estructuró cada una de las escenas protagonizadas por los distintos
actores.
Hay mucho Maquiavelo y falta más Tarrow o Tilly. Si pensamos los acontecimientos
con Maquiavelo, entonces veremos conspiraciones por todos lados. Por el
contrario, si abordamos los hechos con los aportes de la sociología
contemporánea distinguiremos acciones colectivas y movimientos sociales que
surcan contextos históricos diferentes. Las conclusiones a las lleguemos
dependerá de la perspectiva que se escoja. Como decía Buster Keaton: si
pispeamos el mundo por el ojo de una cerradura, veremos una tragedia. Pero si
ampliamos el marco, estaremos ante una comedia.
Nuestro punto de partida para pensar los levantamientos o
acuartelamientos policiales es el conflicto salarial o, mejor dicho, el telón
de fondo de aquellos hechos que vamos a identificar como acciones colectivas
desplegadas en el marco de una protesta salarial. La protesta policial empezó
como un reclamo salarial y terminó como una crisis institucional. Ya vamos a
ver por qué se tradujo en una crisis política. Pero el punto de partida, las
causas de esta crisis, hay que buscarla en ese reclamo gremial. Y para pensar
esa demanda hay que volver sobre las condiciones previas de aquella acción
colectiva.
Toda acción colectiva disruptiva presenta un desafío político eficaz
para las autoridades y las elites. Genera incertidumbre: la duración de la
protesta se desconoce de antemano (más aún si no está regulada a través del
reconocimiento del derecho a huelga), los costos están indeterminados y la
posibilidad de que se extienda incrementa su coste potencial. En tercer lugar
se encuentra solidaridad: siempre hay un “nosotros” que sustenta el desafío, y
ese “nosotros” no es algo que pueda salvarse apelando a categorías como
“corporación”. Cuarto: no hay que perder de vista la interacción con las
elites. Puesto que no es una protesta aislada o episódica, el desafío interpela
a las autoridades. Estos son los elementos constitutivos de cualquier acción
colectiva. Pero lo importante es averiguar “cómo se transforma en acción la
estructura social subyacente y el potencial de movilización” (Tarrow; 1994:
151). La respuesta a esta cuestión hay que buscarla en los promotores, es
decir, en la movilización de recursos que hacen los activistas, especialmente
en el aprovechamiento de las oportunidades políticas que se presentan. Para
Tarrow, el movimiento no surge espontáneamente, requiere la movilización de
recursos.
Por mi parte no creo que todavía pueda hablarse de un movimiento
policial, pero la acción colectiva disruptiva siguió esos senderos.
2. Madrugadores y
oportunidades políticas: disparadores y contextos particulares
La protesta policial tiene lugares comunes pero también hay contextos
particulares que no hay que perder de vista. No hay espacio en este artículo
para revisar cada uno de los escenarios locales y tampoco tenemos la
información precisa para hacerlo. Ya habrá más tiempo para hacer estos análisis
a medida que se vaya produciendo la información y avancen las investigaciones
judiciales. Pero quisiera demorarme en la policía cordobesa, porque fue la
provincia que activó y disparó el conflicto.
Por empezar digamos que no se trataba de un conflicto nuevo. En el mes
de marzo de este año ya hubo reclamos semejantes que se taparon sumariando y
sacando de la fuerza a sus promotores principales.
Al interior de esa policía el telón de fondo de la “huelga” fue el
malestar policial existente alimentado por dos vías. Por una, los recientes
descabezamientos de la cúpula policial y los procesamientos de los cuerpos
intermedios producto del narcoescándalo. Por la otra, la repercusión que tuvo
la 7° Marcha de la Gorra en el mes de noviembre en las propias filas policiales
(una marcha que, dicho sea de paso reunió a 15 mil personas en la calle). Ambos
hechos produjeron una grieta entre las dirigencias política y policial. El tradicional pacto que organizaba
los papeles de estos actores se tensó otra vez y empezó a fisurarse.
Pero la huelga policial protagonizada por los sectores más juveniles de
la policía estaba hecha también de resentimiento. Un rencor alimentado con el
enojo y el descontento de las jefaturas. No sería la primera vez que las
cúpulas policiales se esconden detrás de un reclamo legítimo de las bases para
presentar sus abyectas demandas. Se sabe, las jefaturas suelen pasar factura a
los funcionarios apelando y avivando los conflictos internos o apostando
incluso al desmadre de conflictos externos a la institución. Como decía Perón,
en la quilombificación del estado general de las cosas, las policías encuentran
una carta fundamental. Los políticos lo saben y acaso por eso mismo prefirieron
todos estos años acordar con la policía a cambio de contención de la tropa y
disciplinamiento social.
Pero tanto los descabezamientos como la falta de protección política,
que luego se tradujeron en exposición pública y desamparo frente a la justicia,
produjo descontento en la alta policía e incertidumbre en la baja policía.
Todos corrían el riesgo de ser procesados, porque la corrupción policial se
organiza con la complicidad de todos, es decir, con el pacto de silencio que
impone la obediencia debida y la cadena de mando. La policía de Córdoba se
sumaba así a los escándalos en Santa Fe que se habían sumado a la Bonaerense.
Un lugar común en la conversación cotidiana es la corrupción policial.
Todo aquello que intuimos salió a la superficie: la institución dedicada a
combatir el delito era partícipe necesario del crimen que perseguía, cuando no
su principal protagonista. Los hechos empezaban a conocerse y salpicaron a
todos los miembros que se sintieron “manchados” y sobre todos desprotegidos. El
paraguas político y judicial se había cerrado para unos cuantos. De allí que
las descontentas cúpulas policiales operaran políticamente la incertidumbre de
las bases policiales para pasar boleta a los gobernantes.
En otras palabras, el enojo al interior de las esferas superiores de esa
policía, su vulnerabilidad (la de las cúpulas) y las divisiones entre esta y
los cuadros de gobierno, dejó espacio a los subalternos para manifestar su
incertidumbre laboral. La crisis que produjo el narcoescándalo fue la
oportunidad política que encontraron las bases (suboficialidad juvenil) para
poner de manifiesto sus demandas a sus patrones (el gobierno) en la escena
pública (la calle). Se resquebrajó el pacto político-policial que actuaba como
bloque de contención de las demandas laborales y generaba oportunidades
concretas para canalizar los problemas que se venían escondiendo hacía meses
debajo de la alfombra. Para decirlo con Tarrow: la apertura o el incremento del
acceso a la participación (recordemos la protesta de los gendarmes y prefectos
en el 2012), la división de las elites en el seno de las mismas (contexto
político polarizado), los conflictos de intereses entre la alta política y la
alta policía (“grietas del doble pacto”), la vulnerabilidad entre los
oponentes, pero también los cambios de alianzas (en Córdoba) de la alta
policía, todo ello animó a la baja policía a presentar sus problemas.
Conviene seguir de cerca esta categoría para comprender la protesta
policial. Como señala el sociólogo americano Sidney Tarrow, la oportunidad
política “ayuda a comprender por qué los movimientos adquieren en ocasiones una
sorprendente, aunque transitoria, capacidad de presión contra las élites o
autoridades y luego la pierden rápidamente a pesar de todos los esfuerzos.
También ayuda a comprender cómo se extiende la movilización a otros que viven
circunstancias muy distintas. Al plantear desafíos a las élites y las
autoridades, los madrugadores ponen al descubierto la vulnerabilidad de quienes
ostentan el poder” (1994: 156).
El malestar laboral era de larga duración. No solo los salarios estaban
retrasados respecto de los salarios que ganaban otros empleados del Estado sino
que la inflación fue limando su capacidad adquisitiva. Si a eso le sumamos la
vía libre que tuvieron para presentar la demanda, entonces el conflicto es
completo, sale a la superficie y con sordina.
3. Más allá de la
corporación: una nueva dinámica de derechos
A veces somos víctimas de las teorías que usamos y nos maravillaron. En
esos casos, las categorías que empleamos para leer la realidad ponen las cosas
en un lugar donde no se encuentran y cuando eso sucede corremos el riesgo de
extraer conclusiones equivocadas. Sobre todo cuando apelamos a ellas
rápidamente, casi por acto reflejo, sin reconocer las particularidades del
caso, sus circunstancias, incluso su coyuntura. Cuando las categorías no sirven
para indicar algo que es real o lo es pero en un sentido muy distinto, cuando
ya no tienen la capacidad para hacer patente algo, entonces estamos frente a
categorías que resignaron comprender para operar sobre la realidad de una
manera engañosa (ideológica): para ocultar o intentar ocultar la realidad. No
se quiere comprender sino abrir un juicio negativo.
Eso es lo que sucedió durante estas semanas con la palabra
“corporación”. Hemos escuchado hasta el cansancio en la prensa local hablar de
la “corporación policial”. Se acusa y responsabiliza a la “corporación
policial”. La “policía es una corporación”, “la policía se ha corporativizado”,
“estamos frente a un poder corporativo”, etc.
No voy a decir tampoco que esto no es así, pero sí agregar que no
estamos frente a una totalidad. La categoría “corporación” invita a pensar a la
policía como un bloque y más aún, como un bloque unidimensional. Quiero decir:
cuando manipulamos esta categoría perdemos de vista las contradicciones que
existen al interior de cada institución y tendemos a meter a todos dentro de la
misma bolsa. No voy a negar que los jefes policiales se paren frente a la
dirigencia política como representantes de una corporación que tienen sus
propios intereses que ejercen y desarrollaron en función de sus propias
prácticas. Digo, que se paren de manos para defender intereses corporativos.
Pero en ese campo intervienen distintos actores y nos todos juegan el mismo
juego porque no todos tienen la misma posición en la institución. La policía,
entonces, es mucho más que una corporación. El campo policial está organizado
en función de sus reglas, pero compuesto por actores distintos y variopintos.
No estoy negando tampoco que exista una cadena de mando que la unifique, pero
ello no debería llevarnos a desconocer esos actores que se disputan las
posiciones de poder donde se “corta el bacalao”, ni la existencia de actores subalternos que
pujan por tener otro lugar en esa institución que ningunea, maltrata y
extorsiona de manera sistemática a sus integrantes subalternos.
Si se mira de cerca a la policía de Córdoba, nos daremos cuenta de que
estamos frente a una agencia que tiene hoy 27 mil miembros. Supera ampliamente
a la policía de Santa Fe que cuenta con 18 mil efectivos. Una policía que en el
2003 tenía 13 mil. Es decir, en los últimos diez años la policía cordobesa se
ha duplicado, tiene 15 mil nuevos efectivos. Es una de las provincias con más
efectivos. Si la provincia de Buenos Aires tiene 433 policías cada 100 mil
habitantes, y la provincia de Santa Fe 600 y Córdoba llega a los 880 policías
cada 100 mil habitantes.
Esta “nueva” policía se monta sobre la “vieja” policía y sospechamos que
ese montaje no es cordial sino tirante, sobre todo si sigue la distinción entre
la “baja” y la “alta” policía respectivamente. No todos viven la institución de
la misma manera. Las viejas prácticas que perfilan determinado quehacer
policial, tienen que convivir con otros valores y concepciones que tensan las
prácticas cotidianas al interior de la fuerza. La reproducción no es una
fatalidad y convive con el desarrollo de nuevas prácticas.
Conviene tampoco perder de vista esta distinción porque los
protagonistas del reclamo salarial fueron los subalternos más jóvenes, es
decir, las bases juveniles, los policías que tienen entre 19 y 25 o 27 años de
edad. Al menos durante las primeras horas. Esos policías ingresaron a la
institución después del 2003. Ninguno de ellos, claro está, participó en la dictadura,
y seguramente, la gran mayoría tampoco vivió la crisis del 2001 y 2002.
Seguramente muchos de ellos referenciaron a la policía como una estrategia de
sobrevivencia, es decir, como la posibilidad de tener un sueldo estable, de
acceder al crédito, de contar con una cobertura social que sus padres tampoco
tuvieron o si la tuvieron la perdieron durante la década del ‘90. Seguramente
además muchos de ellos empezaron a experimentar la policía como una estrategia
de pertenencia: la policía aporta insumos morales para componer una identidad.
Pero también todos ellos nacieron, o mejor dicho, crecieron en otra Argentina.
Conviene recordar que la Argentina no siempre es la misma Argentina y que la
última década presenta grandes discontinuidades respecto a las décadas
anteriores. Los policías más jóvenes no son hijos de la dictadura sino de la
democracia y, más aún, de una nueva dinámica de derechos.
Si la dictadura restringía los derechos, la democracia, o mejor dicho,
ésta democracia −la de los últimos diez años−, los amplifica. La nueva dinámica
de derechos también atravesó a todos los policías. Si el Estado comenzó a
comprometerse otra vez hasta recomponer los cimientos de una sociedad salarial,
si se restablecieron las paritarias, los convenios colectivos y se creó un
consejo del salario; si se reconocieron nuevos y mejores derechos para el peón
rural, si las empleadas domésticas ahora tienen derechos, si se reconocen más
derechos a los jubilados, las mujeres, las minorías sexuales, los niños, la
pregunta que se impone es la siguiente: ¿por qué ellos no pueden acceder a ese
nuevo estatus jurídico, por qué no pueden acceder a la ampliación de derechos?
Y más aún, ¿por qué no tienen el derecho a tener derechos? Es decir, por qué no
pueden protestar, si en este país, como dice el refrán, ¡el que no llora no
mama! Porque convengamos que los derechos no son regalos que encontramos en el
arbolito de navidad en la noche nueva, no son dádivas, sino conquistas
sociales. La protesta es el derecho que llama a los otros derechos. La huelga
policial estaba detrás de ese reclamo: una lucha económica que pueda crear
mejores condiciones para la lucha política, es decir, para el reconocimiento de
un nuevo estatus jurídico que los transforme en sujetos de derecho. Traduzco:
una mejora salarial que les permita dejar de ser ciudadanos de segunda para
acceder a un mercado que los reconstituya como consumidores con derechos pero
también, una protesta que los ponga en otro lugar en el estado de derecho, y en
otro lugar adentro de una institución que está dentro de un estado que dice ser
otro estado. Porque si es cierto que se está revitalizando el estado bienestar,
su intervención debe ser universal. Y esa intervención no estaba alcanzando a
las bases policiales.
Quiero decir, el análisis corporativo debe completarse con un análisis
de clase. Estamos frente a una estructura militarizada, fuertemente
jerarquizada y centralizada. Pero no todos tienen la misma posición en la
estructura policial. Eso quiere decir que no todos ganan el mismo sueldo y
tampoco no todos viven a la policía de la misma manera. Y si es cierto que la
policía regula el delito, los dividendos de la protección que dispensan los
mercados ilegales e informales tampoco se reparten en términos equitativos.
Pero dije recién: “no todos los policías viven la institución de la
misma manera”. Hay que correrse de los análisis subculturalistas. La policía no
es un mundo aparte y los policías tampoco bajaron en un plato volador o fueron
cultivados adentro de un laboratorio. Son un emergente social. Vivimos en el
mismo barrio, el policía compra la verdura en la misma feria donde vamos
nosotros, lleva a su hijo a la misma escuela donde va el nuestro, miramos el
mismo programa de entretenimiento, gritamos el mismo gol, tomamos el mismo micro,
nos indignan probablemente las mismas cosas, entonces, ese policía –que se
mueve como pez en el agua− no es un extraterrestre. Eso no significa desconocer
que las reglas informales que regulan su quehacer no sean propias del campo,
pero de allí a suponer que se trata de un mundo aparte, con valores exclusivos,
es otro cantar. La mirada policialista de la seguridad (seguridad = policía) no
es patrimonio exclusivo del policía. La estigmatización de los sectores
desaventajados no es una marca registrada de la policía. Tampoco el machismo y
el uso de la violencia para dirimir los conflictos. Entonces: la policía no
constituye una subcultura.
Las camadas más jóvenes, que nacieron en otra Argentina, introdujeron
una serie de tensiones y contradicciones que no hay que subestimar y tampoco
descontar, sobre todo para evitar lecturas catastróficas que pronostican y ven
intentos desestabilizadores por todos lados. No hubo un golpe o intento de
golpe institucional sino un reclamo policial. Que después ese reclamo de la
baja policía haya sido operado por la alta policía ante la irresponsabilidad de
la alta política, es algo que no ignoramos y vamos a explorar más abajo.
4. Extorsiones policiales:
¿cuál extorsión?
El contraste entre la ampliación de derechos fuera de la institución
policial y la restricción de derechos en su interior, es experimentado por la
baja policía como algo injusto. Esa injusticia no tiene demasiadas chances de
presentarse en la arena pública toda vez que sus integrantes están en una institución
militarizada y son objeto de extorsión recurrente por parte de sus propios
jefes. La militarización de la institución −con su respectiva cadena de mando,
uso de armas, estructura jerárquica, obediencia debida, entre otras
características− esconde el malestar de sus bases, impide que salgan a la
superficie los problemas que tienen, pero también coacciona a sus miembros a
resignarse, es decir, a aceptar con sufrimiento lo que “en suerte” les tocó.
Prueba de ello es que los policías y los penitenciarios son los empleados
públicos peor remunerados del Estado argentino. Como no pueden presentar sus
demandas y hacer evidentes sus necesidades, suelen ser los actores más
retrasados –salarialmente hablando− del Estado. Ello para no hablar de las
deplorables condiciones laborales, que se cargan a la cuenta (su resolución) de
cada comisaría. Al mismo tiempo, como las cúpulas participan de las
rentabilidades altísimas que genera la regulación del delito –siempre con la
protección de la dirigencia política−, entonces tampoco se transforman en
canales formales para aquellas demandas. Al contrario, el reclamo de los
suboficiales, al igual que cualquier objeción o desplante, es visto como un
acto de insubordinación y será sancionado. Esas sanciones son formales pero sobre
todo informales. El sistema de castigo es discrecional y arbitrario pero además
es informal. Algunas de los castigos cotidianos para disciplinar a la tropa son
los siguientes: negar o sacarles las horas extras; mandarlos a patrullar la
ciudad en autos destartalados; salir a patear las calles en las cuadrículas más
violentas, que más riesgos tienen para su supervivencia (riesgos, por otro
lado, que tampoco suelen ser tenidos en cuenta en el salario. Porque a
diferencia del maestro que se le paga un plus por dar clases en zonas de
riesgo, los policías no pueden acceder a ese beneficio).
En resumen, eEse sistema de extorsión policial contribuye a profundizar
el malestar policial en las bases que viven con injusticia la clausura política
para participar de la dinámica ampliatoria de derechos.
5. La familia policial
Punto y aparte merecen las mujeres de las policías y los jubilados de la
institución. Dos actores que se manifestaron activamente durante las protestas.
En cuanto a los jubilados y pensionados de la fuerza, muchos de ellos asociados
a las instituciones que vienen peleando por el reconocimiento gremial con
personería jurídica, sospechamos que se sumaron por distintas razones. Lo hemos
visto en varias oportunidades, incluso en la huelga que protagonizaron los
gendarmes y prefectos en el 2012. Por un lado, su apoyo a la policía en
actividad tiene que ver con el aumento del monto en sus jubilaciones que se
encuentra atado a los sueldos de los policías en servicio. Por el otro, muchos
de ellos, son oficiales o suboficiales cesanteados, exonerados o desplazados de la institución en el marco de
las periódicas purgas. Estos ex policías encuentran en estas agrupaciones no
solo la posibilidad de seguir vinculados a una identidad que aporta
pertenencia, sino de manifestar su resentimiento por haber sido retirados de la
fuerza.
Por su parte, las esposas o parejas de los policías también jugaron un
papel central en la protesta policial. En algunas provincias más que en otras.
Su protagonismo tampoco es nuevo. También durante el 2012 acompañaron a la
protesta de los gendarmes y prefectos. Su protagonismo está replicando el papel
que jugaron las mujeres en la protesta social entre los años 1998 y 2003. Eso
por un lado, porque por el otro, su protagonismo es de larga duración, sobre
todo cuando la política está clausurada para los trabajadores. E. P. Thompson
nos enseñó que cuando los trabajadores no podían hacer huelga porque sus
derechos estaban restringidos, la protesta se cargaba a la cuenta de las
mujeres y asumía nuevas formas. Vaya por caso los motines del hambre donde las
mujeres tomaban la ciudad y reclamaban el pan a los almaceneros, y si estos no
se los daban no dudaban en tomarlos por mano propia. Pero también esas mismas
mujeres son las que iban hasta la fábrica mientras sus esposos se ponían a
trabajar. Unos adentro trabajando y las otras afuera protestando o sosteniendo
a sus esposos en la lucha que estaban llevando adelante.
Si los policías no pueden agremiarse, es decir, si tienen prohibido la
representación y petición a través de canales específicos institucionalizados
con independencia de la cadena de mando y si tampoco pueden manifestarse en el
espacio público, lo harán entonces sus familiares. Todavía más en una agencia
como la policial donde la continua interpelación a la “familia policial” es una
marca de identidad. La mujer del policía no es una mujer más. Forma parte de la
familia policial y, por tanto, tiene vela en este entierro.
Como dice Sabina Frederic en su artículo “Acuartelamiento y derechos
restringidos”: “Las esposas de los policías toman la voz y en nombre de ellos y
sus familias asumen de hecho la representación gremial de sus esposos. Un
recurso que deja fuera a las miles de policías mujeres cuyos maridos no parecen
gozar de igual legitimidad. Mujeres ejerciendo de hecho el derecho –negado− a
otros, sus maridos, se erigen en ‘representantes’ de un trabajador por
relaciones matrimoniales que las legitiman. ¿Acaso no es esto una negación del
proceso de individuación y reconocimiento directo del Estado de derechos
ciudadanos?”.
Entonces, si los policías no pueden presentar sus problemas en la agenda
pública y el mundo de la política, si son objeto de extorsión recurrente,
entonces la protesta se sostiene con la presencia y el temperamento que le
puedan imprimir los familiares. En la protesta de diciembre pudimos ver cómo
las mujeres acompañaron a determinados referentes en las negociaciones y cómo
esas mismas mujeres se negaban a aceptar los aumentos cuando no se ajustaban a
sus reclamos y a continuar sosteniendo los acuartelamientos o concentraciones
en el espacio público.
6. Efectos dominó, en
plural
La dinámica de los movimientos sociales suele ser horizontal. El éxito
de la acción colectiva disruptiva de la baja policía de Córdoba creó
oportunidades políticas para que las otras (bajas y no tan bajas) policías de
la Argentina hicieran sus apuestas. Acá, insisto, hay que dejar a Maquiavelo y
volver sobre Tarrow. No hubo un plan de operaciones previo puesto en escena,
sino la oportunidad de encontrar respuestas a preguntas pendientes y
persistentes.
Una vez lanzada la acción , se producen efectos en cadena que pueden
adoptar básicamente tres formas:
Uno: La expansión de las oportunidades propias y de los grupos afines.
Dice Tarrow: los madrugadores que explotaron las oportunidades políticas
crearon nuevas oportunidades políticas para que la acción colectiva se difunda
a través de redes sociales y estableciendo incluso coaliciones con otros
actores sociales, creando así un espacio político para los movimientos. Es
decir, el aprovechamiento exitoso de aquellas oportunidades puede transformarse
en un catalizador para otras protestas. En este sentido se puede decir que la
protesta de la baja policía en Córdoba creó condiciones para la protesta de la
baja policía en Catamarca, Jujuy, Salta, Tucumán, Entre Ríos, Chaco, etc. Pero
además, el éxito de estas protestas encadenadas crea nuevas y mejores
oportunidades para que otros actores sociales actualicen sus demandas. Si a los
policías les fue bien, habrá llegado el momento del resto de los estatales: los
enfermeros, los médicos, los maestros, los administrativos, etc. Pero también,
habrá llegado otra vez el momento para que determinados sectores sindicales que
andaban con la capa caída (los camioneros o los empleados de peajes, por
ejemplo) recobren el impulso que los caracterizaba.
Dos: La creación de oportunidades para contra-movimientos. En ese
sentido, y salvando las distancias, se puede arriesgar que la movilización del
alfonsinismo en la Plaza de Mayo durante el levantamiento militar en 1985, y la
concentración en la misma plaza para festejar los 30 años de democracia,
mientras Tucumán ardía, pueden ser leídos como contra-movimientos.
Y tres: La creación de oportunidades para las elites y autoridades.
Tanto en un sentido negativo (cuando sus actos suministran incentivos para el
descabezamiento, la represión o judicialización), como en un sentido positivo
(cuando los políticos oportunistas aprovechan la ocasión por los descontentos
para autoproclamarse tribunos del pueblo, o los funcionarios encuentran la
oportunidad de realizar reformas institucionales que antes no tenían demasiado
quorum porque no estaban en la agenda pública o los consensos no eran
suficientes).
A medida que la protesta se intensifica, se corre una serie de riesgos
que conviene no perder de vista. En primer lugar el riesgo de que se difunda
sectorial y geográficamente. Es decir, que la protesta de un sector de la
subaternidad sea reivindicado por otros sectores de la baja policía, incluso
por parte de la alta policía (más allá de que estos tengan y pongan otros
intereses en juego en ese conflicto), o que la protesta en Córdoba se traslade
a la ciudad de Mendoza o Catamarca.
En segundo lugar, se corre el riesgo de que los repertorios de
beligerancia se expandan: el método de los acuartelamientos o las
concentraciones frente a la casa de gobierno o el ministerio de seguridad
pueden transformarse en un método que está a disposición para presentar nuevos
reclamos. Tercero: la aparición o la visibilización de nuevos organizadores del
movimiento. Vaya por caso los SIN.PO.PE –Sindicato de Policías y
Penitenciarios− o SIPEBA –Sindicato de Policías de Buenos Aires− en la
provincia de Buenos Aires que cobra un nuevo impulso.
Todos estos datos son los elementos de una dinámica de acción colectiva
que transforma la estructura social en movimiento. Lo vimos con los piqueteros
a comienzos del siglo XXI y ahora con la protesta policial.
7. Repertorios previos y
sindicalización
Otra categoría que podemos emplear para pensar la protesta policial y
junto con ella su potencialidad es la noción de “repertorio de beligerancia”.
Con el término repertorio el historiador y sociólogo norteamericano Charles
Tilly quería identificar a aquellas rutinas contenciosas aprendidas,
compartidas y ejercitadas mediante un proceso de selección relativamente
deliberado. Los repertorios, afirmaba Tilly, son creaciones culturales
aprendidas que no descienden de una filosofía abstracta, pero tampoco del “espíritu
del pueblo”. Prácticas que emergen de la lucha, de las interacciones entre
ciudadanos y Estado. La noción de repertorio nos previene, entonces, de las
interpretaciones economicistas que tienden a cargar todo a la cuenta de las
necesidades insatisfechas. Hace falta mucho más que una necesidad material para
que las estructuras objetivas se transformen en protesta. Hacen falta, por
ejemplo, repertorios previos. La categoría de repertorio ubica la cultura en el centro de la acción
colectiva, al hacer hincapié en los hábitos beligerantes adoptados. Esos
repertorios son el vademécum que estará a disposición de los protagonistas
contemporáneos, una suerte de acervo que propone la memoria colectiva que sirve
para distintos actores, según sus diferentes reivindicaciones, en diferentes
tiempos y lugares.
La protesta policial apeló a rutinas de confrontación que ya formaban
parte del haber policial. Estoy pensando en los levantamientos policiales que
pueden asumir diferentes formas, a saber: ausentismo; quite de colaboración;
acuartelamientos, que son una mezcla de huelga de brazos caídos con ocupación
de espacio público (las comisarías); y las concentraciones en las puertas del
ministerio de Seguridad o las casas de gobierno. La última protesta apeló a
todas ellas. Por ejemplo, la policía Bonaerense −que oficialmente se le plantó
a Daniel Scioli el lunes 9 de diciembre−, la semana anterior a su reclamo había
realizado un quite de colaboración que no tomó estado público y que se verifica
cuando se revisa el nivel de efectividad de patrullaje por cuadrículas. Del
habitual 65% había caído hacia el final de la semana a un 3%, lo que transforma
la quiete de colaboración en un virtual levantamiento. Ese dato fue el que tuvo
Scioli en la mano el viernes 6 a
la noche para decidir un aumento salarial antes de que los acuartelamientos
reprodujeran el escenario propiciador de los saqueos.
Por si quedan dudas, esas formas de protesta llegaron para quedarse. Son
las mismas que se vienen usando desde hace varias décadas. Las experimentaron
en carne propia Cafiero, Duhalde, y ahora Scioli. Difícilmente puedan borrarse
de la memoria apelando –cual exorcismo− al articulado de la Constitución
Nacional, recordándoles a la policía que deben guardar subordinación, que no se
puede romper la cadena de mando, etc. Esta visión ingenua de las instituciones
es víctima de otros sentidos comunes como por ejemplo aquel que sostiene que el
Estado tiene el monopolio de la fuerza. Está visto que la policía no es una
institución subordinada al gobierno de turno o, en todo caso, esa subordinación
se negocia o pacta todo el tiempo. Sucedió durante los últimos 20 años y no
creo que no siga sucediendo mientras no se encare un profundo proceso de
reforma.
Pero no es eso adonde quería llegar. Estaba diciendo que los repertorios
de beligerancia forman parte del imaginario policial. Y que la baja policía
continuará apelando a ellos en la medida que no encuentre canales formales para
expresar sus problemas y manifestar sus legítimas demandas. La sindicalización
(que merece en sí misma un artículo aparte) puede ser una forma de darle
previsibilidad a la protesta policial. De lo contrario activará dinámicas
sociales que se mueven con la fuerza de los temporales. Arrasando con todo sin
preguntar si se trata de Pedro o Juan, si sos radical, peronista o socialista.
8. Saqueos: entre la bronca
juvenil y el consumismo de todos
Este es un tema muy espinoso y repleto de lugares comunes y, por tanto,
lleno de mitos. Conviene avanzar despacio para no reproducir lecturas
conspirativas que nos llevan a postular una relación inmediata de continuidad
entre los acuartelados y los saqueadores. No voy a decir que no exista un
encabalgamiento entre la protesta policial y la protesta social, o que incluso
no pueda haber existido connivencia entre huelguistas (o instigadores de la
huelga) y saqueadores. Pero conviene empezar recordando que los saqueos
sociales son una de las formas que asume la acción colectiva disruptiva en
Argentina. Eso no implica que no proyecte relaciones abyectas con miembros de
la policía, que no existan oscuras zonas de contacto con la protesta policial.
Pero esa relación hay que explicarla, no se puede postular como una relación
mecánica del orden de la causa y el efecto. A veces entran en juego complicidades,
pero esos acuerdos no se pueden generalizar.
Las complicidades forman parte de la regulación cotidiana del delito. La
policía recluta fuerza de trabajo lumpen para mover las economías ilegales y
las informales también. Eso hace suponer que la vigencia del pacto con el
delito puede extenderse aun cuando ese otro pacto policía-política se
resquebraja. Esa fuerza de trabajo se convierte en la mano de obra forzada y
barata de las policías y operan como un factor de presión extra en las
negociaciones que encaran la baja y la alta policía. Esto no es un
acontecimiento sino una práctica periódica que hemos denominado, con Julián
Axat, “reclutamiento policial forzado”: cuando los negocios formales se niegan
a asociarse a la cooperadora policial o dejan de contratar las horas extras de
la policía de la zona; cuando los negocios que pendulan entre la formalidad y
la informalidad no pagan la cuota semanal o mensual correspondiente para
continuar con sus negocios grises, se vuelven objeto de extorsión. Una de las
maneras que tiene la policía para presionar a estos actores es armarles una
causa o hacerles un allanamiento. Otra manera es apelando a los servicios del
“bardo flotante”. La policía les marca el negocio a esos actores reclutados
para que lo saqueen. Algo similar sucede cuando la policía libera zonas para
que determinadas viviendas sean objeto de hurto o escruche. Entonces, la
relación entre las policías y la fuerza de trabajo lumpen no es nueva sino de
largo aliento. Relaciones que se fueron tejiendo sobre la base del
hostigamiento y la extorsión policial. A través de las sistemáticas detenciones
por averiguación de identidad y la amenaza de armado de causas, la policía
perfila trayectorias ilegales. A medida que vulnera los derechos de los jóvenes
y certifica los prejuicios que los vecinos del barrio tienen sobre esos
jóvenes, se va componiendo esa fuerza de trabajo lumpen que se dispone para
múltiples tareas.
Pero esa fuerza de trabajo lumpen habilitada por la huelga policial –que
funciona de hecho (¿hay que decirlo?) como una liberación de las zonas− crea
condiciones para que detrás de los lúmpenes en algunos casos y en otros sin
necesidad de la intervención de estos, tengan lugar los saqueos masivos. Una
cosa son los robos y otra los saqueos (pero no hay que confundirlos aunque a
simple vista todo tienda a enredarse).
Los saqueos fueron el puño sin brazo. En algunos casos la huelga
policial fue vivida como la oportunidad para tomar la calle. Cuando los jóvenes
se convierten en objeto de sospecha y detención recurrente, cuando los jóvenes
morochos de las barriadas pobres se convierten en los enemigos de rigor y
aparecen referenciados como categorías sociales productoras de miedo, entonces
se montan y disponen a su alrededor prácticas y operativos policiales y
para-policiales (seguridad privada y procesos de estigmatización social) que
establecen una suerte de estado de sitio para estos actores. En ese contexto,
cuando los controles formales desaparecen o se relajan, muchos jóvenes
encontrarán la oportunidad de tomarse revancha. La presión policial sobre los
jóvenes es asfixiante. No solo clausura el espacio público para ellos sino que
les impide acceder a determinados lugares. Pero esa mirada policial se reparte
con la vigilancia vecinal. Como solemos repetir desde el CIAJ: “no hay olfato
policial sin olfato social”. Las detenciones por averiguación de identidad
reposan en los procesos de estigmatización y demonización social. Eso es lo que
venía sucediendo en la ciudad de Córdoba y Tucumán, y lo que se denunció
precisamente en la Marcha de la Gorra en la ciudad de Córdoba. La policía de
Córdoba hostiga sistemáticamente a los jóvenes en el centro de la ciudad y en
sus propios barrios, donde se vuelven objeto de detención y cacheos
sistemáticos. Incluso la policía ha dispuesto patrullaje nocturnos en
helicópteros sobre las barriadas más pobres de la periferia, allí donde los
jóvenes se juntan en las esquinas.
Con estos antecedentes, cuando la policía se manda a guardar, en ese
contexto de presión policial y social, no hacen falta demasiados acuerdos
previos para que los jóvenes salgan a ocupar el espacio público e irrumpan en
los negocios. En última instancia, esos mismos empresarios o los dueños de los
comercios, suelen disponer dispositivos de seguridad para mantenerse en guardia
permanente contra estos jóvenes. Pero eso no es todo, porque después de los
jóvenes llega el resto del barrio. Es decir, los saqueos se masifican y se
vuelven imparables, impredecibles, al menos durante algunas horas.
Ahora bien, los saqueos forman parte de los repertorios de beligerancia
social, son un repertorio maestro en Argentina. En contextos de inflación y
polarización política, cuando los sectores marginales no encuentran cauces para
manifestar su disenso, cuando sus problemas no son tomados por los
representantes o siendo tomados no se lo hace con la debida atención o
dedicación, entonces los saqueos se transforman en un gran catalizador
político.
La acción colectiva es la misma pero los contextos son muy diferentes.
Si en 1989 el marco de los saqueos fue la hiperinflación y el subconsumo, algo
similar al 2001, en 2013 el marco de la protesta es la inflación y el
consumismo. En efecto, el consumismo es la contracara del neodesarrollismo. El
incremento de la capacidad de consumo redefine los términos de la pobreza
relativa. Baja la desocupación –aunque sigue impactando centralmente entre los
sectores más jóvenes− pero subsisten los núcleos de marginación. Aumenta el
consumo pero sigue experimentándose de manera desigual.
El consumismo (desigual) suele ser apuntado como una de las dimensiones
del aumento del delito en Argentina. Lejos de hacer retroceder el delito
predatorio o callejero, crea nuevas condiciones para su reproducción toda vez
que redefine la pobreza relativa. Sobre todo en contextos de fuerte contraste
social, donde la riqueza continúa conviviendo al lado de la pobreza o la
precariedad. Lo digo con las palabras del sociólogo argentino Gabriel Kessler:
“Pareciera que en una época de reactivación económica y una renovada promesa de
consumo, se produce una reconfiguración de la privación relativa. Mientras que
por un lado hay más bienes en circulación, lo cual disminuiría la privación,
por el otro el mayor consumo local y la menor privación absoluta dan lugar a
una comparación continua con los pares cercanos que acceden a ciertos bienes y
que haya una mayor adscripción a las estrategias de distinción juvenil mediante
bienes” (Kessler y Merlen; 2013; 149/150). El consumo genera una serie de
contradicciones. Lleva a la comparación constante con otros semejantes y se
vive con placer y envidia. Más aún, en una sociedad de mercado, el consumo se
experimenta como un derecho. Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura. Si para
ser feliz tengo que tener uno o dos LCD, uno en cada habitación, y no lo puedo
conseguir por las vías formales entonces iré por él.
De otra manera: si para pasarla bien en las fiestas hay que visitar
Garbarino, aprovechar las ofertas de Frávega o los super descuentos de
Carrefour o Walmart, si la felicidad se mide en función de los
electrodomésticos adquiridos, entonces yo quiero también participar de la
felicidad asociada al consumo de aquellos bienes. Cuando no tenemos acceso al
crédito o ya estamos lo suficientemente endeudados para continuar acumulando nuevas
deudas, entonces los saqueos son referenciados por muchos como la oportunidad
para adecuarse a las expectativas que reclama el mercado.
Acaso por eso, los saqueadores no van detrás de alimento, como sostiene
la gorilada –incluso la clasemediera que forma parte del peronismo− sino de
electrodomésticos y ropa deportiva último modelo.
No es nuestra intención justificar ni censurar los saqueos, sino
comprenderlos. Y sobre todo tratar de corrernos del sentido común que circuló
en los últimos días por los medios y las redes sociales para luego intentar
comprender estas formas de confrontación popular. En ellas se veía a personas
cargando plasmas al hombro, colchones, muebles, changuitos que en vez de llevar
alimentos, contenían electrodomésticos de todo tipo. Como sucedió el año pasado
durante los saqueos en la ciudad de Bariloche, esas imágenes circularon para
impugnar los saqueos, para desautorizar a sus protagonistas, para subrayar que
no estábamos ante personas con necesidades básicas insatisfechas sino frente a
vándalos, es decir, oportunistas manipulados por oscuros intereses.
E. P. Thompson nos enseñó que los motines del hambre en la Inglaterra
del siglo XIX fueron acontecimientos espontáneos. Y lo mismo podemos decir de
los saqueos en la Argentina del siglo XX o XXI. No son eventos azarosos y
tampoco se explican en la necesidad de alimentación. Detrás de estos, además de
experiencias de organización (que todavía están por verse), se encuentran los
repertorios de lucha previos trabajando pacientemente; repertorios y
experiencias que forman parte del imaginario social. Nos basta con agregar que
en un contexto como el que nos toca, donde la inflación va erosionando la
capacidad de consumo que sostiene nuestra existencia moral cotidiana, no hace
falta demasiado (o sí, eso está por verse dijimos) para que irrumpan los
saqueos y con ello los estallidos. Pero también hay una comunidad de valores
que durante veinte años estuvo tallando el imaginario de los argentinos. Un
imaginario hecho de consumismo último modelo, organizado con la obsolescencia
programada y percibida del capitalismo contemporáneo.
Muchas de estas cosas los funcionarios lo saben perfectamente. Y no lo
saben desde ahora sino desde hace bastante tiempo. De hecho, la llegada de
Sergio Berni al Ministerio de Seguridad de la Nación tuvo que ver –entre otras
cosas− con esto. Por eso una de las primeras medidas que adoptó el
supersecretario fue la coordinación de las intervenciones en las villas de CABA
y AMBA. A cada Ministerio se le dio dos o tres villas para que realicen
distintas tareas sociales, las que estuvieran a su alcance según la agenda de
cada agencia. Berni fue el encargado de monitorear este mega-operativo. Al
gobierno no se le escapaba que si hay un sector donde más golpea la inflación,
es en los sectores más bajos. A través de este operativo, además de disputar
estos territorios a Mauricio Macri (en CABA) y a los barones del Conurbano, se
buscó ir testeando la conflictividad social en las zonas más vulnerables,
seguir de cerca el impacto que la inflación estaba teniendo sobre los sectores
más pobres.
Las imágenes de las semanas anteriores corroboraron las intuiciones que
tuvo alguna vez el gobierno nacional. Pero las disputas políticas pueden más
que los diagnósticos que se hayan hecho alguna vez. Ya volveremos sobre esta
cuestión en más abajo.
En definitiva, en el robo de estos electrodomésticos no hay que
apresurarse a ver un ladrón, sino una sociedad que continúa siendo interpelada
por un mercado que promete felicidad, éxito, o juventud a cambio de consumo de
bienes encantados. No hay que perder de vista el lugar que tiene el consumo en
las prácticas sociales. El consumismo es una de las causas de estas
conflictividades sociales.
Finalmente, la lectura que se sugiere con estas imágenes mediáticas
−además de interpelar los prejuicios que las clases medias y altas tienen sobre
los sectores plebeyos−, continúa alimentando el resentimiento de estos sectores
que ven en los saqueos −como en los planes trabajar o la Asignación Universal por
Hijo−, una injusticia, es decir, un premio no merecido que contrasta con los
esfuerzos que ellos hicieron durante el año y los compromisos que contrajeron
para disfrutar de una Navidad con el arbolito lleno.
9. Ciudadanos soldados
Otra postal que dejaron los saqueos y la huelga policial fueron las
barricadas que improvisaron vecinos y comerciantes para hacer frente a la “ola”
de robos. En ella pudimos ver a ciudadanos empuñando armas largas, haciendo
guardias rotativas, para proteger su barrio o su cuadra y repeler a los
saqueadores o sospechosos de serlo. Lo mismo hicieron muchos comerciantes que
se encerraron en sus negocios empuñando armas de guerra, a la espera de los
saqueadores. Pero hay más: en las ciudades de Tucumán las armerías agotaron su
stock y en Córdoba, las ventas aumentaron un 50%. Los vecinos de varios
countries de Buenos Aires empezaron a tomar cursos de defensa personal que
incluye la manipulación de armas. Las dos asociaciones que nuclean a los
supermercadistas chinos, objetos de saqueo de rigor, anunciaron la formación y
desplazamiento de grupos de autodefensa. Muchos, inclusos, ya dispusieron en
las puertas de sus negocios garitas blindadas de seguridad como las que solían
tener los bancos hasta hace un década atrás. Otros reforzaron las persianas,
levantaron nuevos muros, contrataron servicios de guardia especiales a las
empresas de seguridad privada.
En los diarios y la TV se habló hasta el cansancio de los saqueadores y
los policías sediciosos pero muy poco de los vecinos armados. Y cuando se los
mencionaba se hacía para señalar un vacío de poder, para nombrar la ausencia
del Estado. No se trata de un dato menor que aporta pintoresquismo a los
hechos. Hubo 13 muertos y un centenar de heridos de bala de plomo en toda la
Argentina. Casi todos los muertos fueron el resultado de la puntería que
practicaron estos vecinos. En otros casos, producto de linchamientos. Digo, no
murieron de muerte natural, sino producto del impacto de bala o los golpes que
recibieron. Es decir, fueron asesinados. Mucha gente mató, pero sus homicidios
(o las tentativas de homicidios) se justificaron (e invisibilizaron) con el
virtual estado de excepción que vivieron los vecinos librados a sus propias
estrategias y recursos. De esa manera, esos vecinos en pánico moral apuntaron
con los prejuicios que venían practicando desde hacía tiempo. Bastaba ver a
jóvenes morochos en motitos para asociarlos a la figura del “saqueador” y
convertirlos, de llegar a aproximarse a cada barricada, en objeto de tiro al
blanco o linchamiento.
Los jueces investigan a los policías y a los protagonistas de los
saqueos pero no a los asesinos o a los ciudadanos que apalearon a los jóvenes.
Ya sabemos que la justicia es selectiva (clasista y racista) y se dispone a
atrapar al negrito, sea el policía o el saqueador.
10. Torpezas políticas
La protesta salarial de la baja policía, operada por la alta policía en
función de sus propios intereses −es decir, con sus propios conflictos
políticos y económicos−, tuvo un ingrediente extra que merecería tengan en
cuenta sobre todo aquellos que son devotos de las lecturas conspirativas y que
viven de las correderas ministeriales y de “contarse cuentos”. Me estoy
refiriendo a las disputas entre el delasotismo y el kirchnerismo. Estas
disputas no son nuevas, pero en los últimos meses se tensaron porque el
gobernador De la Sota manifestó su vocación presidencial. Esta protesta,
entonces, hay que enmarcarla en ese contexto de guerra fría entre el gobierno
provincial y el nacional. Un conjunto de torpezas y mezquindades políticas
contribuyeron a echarle leña al fuego al conflicto.
Por un lado, el gobernador De la Sota subestimó el conflicto cuando
postergaba su regreso a la Argentina, pero también cuando demoraba la solicitud
oficial de la gendarmería al gobierno federal. Por el otro, el gobierno
nacional jugó también a tensar el conflicto cuando se negaba a atender los
teléfonos. Sobre este punto sabemos que hubo pugnas entre Zanini-Berni por un
lado y Capitanich por el otro. Con el tiempo conoceremos los entretelones de
semejante trastienda. Pero con la lectura de los diarios nos alcanza para
concluir que el “kirchnerismo duro” jugó como le gusta jugar: “porongueando” al
otro. Ese es el juego que más le gusta al machista Berni que asocia la
seguridad a fuerza y que cree que esa fuerza se puede conducir a base de
prepotencia y pirotecnia verbal. Porque cuando no hay dirección ni
planificación política en materia de seguridad, la conducción se limita a la
renegociación constante de los acuerdos con las cúpulas policiales. Pero este
es otro tema que hemos abordado en otro lugar (Rodríguez; 2013).
Las concesiones que De la Sota hizo a los reclamos de la policía,
después de un día entero de saqueos, lejos de resolver el conflicto
contribuyeron a expandirlo y profundizarlo. Las medidas adoptadas por De la
Sota se transformaron en una oportunidad política concreta para que otras
policías provinciales replicasen el escenario. Y no sólo eso, sino que se
compraron –en el corto plazo− una multiplicidad de conflictos locales con cada
uno de los gremios estatales de su provincia. Ya sabemos que en los últimos
años las provincias hicieron ajustes para permanecer arriba de la línea de
flote y que el gasto público fue una prerrogativa federal. Pero de concretarse
esos aumentos, en un contexto inflacionario, podrán llegar a desfinanciar a las
provincias que tendrán que ser rescatadas por un gobierno nacional que tiene
cada vez más comprometidas sus reservas.
11. Laborización policial
La sindicalización no es el punto de partida sino uno de los lugares que
hay que alcanzar. La sindicalización, que supone el reconocimiento explícito
del derecho a la protesta, hay que pensarla como parte de un proceso de
laborización de las policías. Si queremos una policía al servicio de los
ciudadanos, hay que procurar que los policías estén cada vez más cerca de los
ciudadanos. El pasaje de la seguridad pública a la seguridad ciudadana, de una
policía cuyo objetivo no es el orden público sino la protección de los
ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, implica la ciudadanización
policial, es decir, la desmilitarización.
Por distintas razones que no vamos a describir acá, las policías en
Argentina constituyen agencias con una impronta militar (tal vez porque como
fueron creadas por generales, las inventaron a su imagen y semejanza, tal vez
porque jugaron muy pegadas con cada dictadura militar). Pero lo cierto es que
estamos ante una institución armada, que hizo del arma un fetiche, una
institución muy jerarquizada, que reproduce el doble escalafón que existe para
las fuerzas militares; que entrena a sus miembros con la hipótesis del
conflicto, un conflicto que se carga siempre a la cuenta de la sociedad civil
que se propone mantener alejada de sus miembros, a pesar de que sus miembros
vayan a la misma panadería.
De modo que si se pretende desandar ese imaginario institucional que
gravita, posiciona y presiona a sus cuadros a reproducir un rol que los separa
y distancia de los ciudadanos, debemos comenzar a poner en crisis y desandar
ese “self” que tan bien ha estudiado y descripto Mariana Sirimarco en su libro
De civil a policía (2009).
Con la laborización policial queremos hacer alusión al reconocimiento
del estatus de “trabajador”. Como cualquier ciudadano, el policía es un
trabajador que tiene determinados derechos. Más allá de que no sea un trabajador
más, puesto que tiene obligaciones concretas que se desprenden de la prestación
de un servicio esencial que tiene que garantizar el Estado. El policía es un
trabajador que en nada lo distingue a un médico, un enfermero, un municipal,
etc. El sueldo proletariza y equipara a cualquier profesión.
Claro que la laborización forma parte de una reforma policial que debe
inscribirse en una modificación del paradigma securitario. Tareas que, en estos
años, se han encarado de manera tibia, con avances y retrocesos, incluso, con
más retrocesos que avances.
El policía es un agente que no fue preparado para dialogar con la
sociedad civil, toda vez que no se reconoce como ciudadano. Tal vez la
laborización de la policía pueda contribuir a desandar esas distancias
sociales, y la ciudadanía pueda empezar a encontrar en el policía un
interlocutor en vez de un enemigo solapado. Si la policía no está para reprimir
a los ciudadanos, sino para protegerlos; si los policías quieren correrse del
estigma de “yuta puta” o “son todos corruptos” que cargan, la laborización
puede contribuir a poner las relaciones interpersonales en otro lugar. Si
pretendemos que los policías denuncien las presiones de sus superiores para que
los subalternos actúen más allá de los derechos humanos; si queremos romper la
cadena de silencio que impone la obediencia debida en una institución con una
estructura jerarquizada, entonces los policías necesitan el reconocimiento de
derechos laborales y la protección de otras instituciones que puedan hacer
valer el ejercicio de sus derechos frente a sus superiores y los funcionarios.
Como sucede en casi todas las reformas, la sindicalización también está
llena de riesgos. Primero porque puede pasar que las cúpulas policiales copen
la parada de estas agremiaciones y, de esa manera, encuentren nuevos rudimentos
para resguardar el carácter corporativo que pretenden para la institución.
Además, en una sociedad donde la democratización sindical sigue siendo otra
tarea pendiente, entonces tenemos derecho a manifestar nuestros temores y
suponer que los sindicatos policiales pueden replicar la estructura policial
vertical. Pero los temores no van a despejar la problemática que nos enfrenta.
Si las clases dirigentes quieren imprimirle previsibilidad a la protesta policial,
deberán encontrarles otros canales institucionales. La protesta policial, con
todos sus repertorios, llegó para quedarse y si no se hallan esos cauces, los
conflictos pueden seguir rumbos que afecten la democracia. Sobre todo cuando
son sobreoperados y manipulados por la alta policía (y sus pactos tensos
con sectores de la economía y la
política).
12. Materias pendientes
A treinta años de la democracia otra tarea pendiente sigue siendo la
reforma policial. Las policías no conocieron un proceso semejante al que
tuvieron los militares en todos estos años. En materia securitaria, la década
ganada es una década llena de preguntas, de tareas inconclusas. El reformismo
que caracterizó al kirchnerismo en materia económica contrasta con la
performance planteada para el área de seguridad. No vamos a decir que fueron
diez años tirados a la basura porque se implementaron algunos cambios que,
aunque tibios, con avances y retrocesos, representan un mejor punto de partida
para encarar cualquier proceso de reforma que siga. Pero en términos generales,
el esquema planteado durante la década del ‘90 siguió vigente durante el
kirchnerismo. Las alianzas estratégicas entre los actores que componen el
dispositivo de temor y control, a través del cual se gobierna la inseguridad y
regula el delito, quedaron prácticamente intactas (Rodríguez; 2014).
Policiamiento de la seguridad, coyunturalismo policial, prevención situacional
y tolerancia cero, demagogia punitiva, autogobierno policial y doble pacto,
continuaron siendo los contornos generales que organizaron la seguridad en el
país.
Como dijo Sain en otro artículo (2012), comparativamente hablando, a la
clase dirigente le salía más barato acordar con la policía que asumir los
costos electorales que puede representar encarar un proceso de reforma
estructural y de largo aliento. Eso fue así tanto en el gobierno federal como
en cada uno de los gobiernos locales, sin importar el signo partidario que
asumió la gestión. Es lo que sucedió en la provincia de Buenos Aires (PJ), pero
también en Santa Fe (Socialismo) o en CABA (PRO).
En gran parte, entonces, lo que vivimos en el último mes es también la
consecuencia de las materias pendientes. Sectores de la alta policía
demostraron su voluntad destituyente y la capacidad de quilombificar el país en
dos semanas, sacando su tajada de las legítimas demandas de la baja policía.
Acciones que merecieron por parte de los mass media empresariales –como no
podía ser de otra manera- una cobertura sensacionalista con editoriales
fatalistas que, en vez de contribuir a aislar a los actores, fogoneban los
conflictos, agitando el pánico de una sociedad sensible, con muy alta sensación
de inseguridad. Eso sí, mientras sucedían los acontecimientos, desde la TV
Pública continuaban con el fútbol para todos.
Si de los laberintos se sale por arriba, tal vez ocurra de modo similar
con los callejones sin salida. Eso va a requerir un acuerdo entre los
diferentes partidos del arco político y otros movimientos sociales, toda vez
que los cambios estructurales requieren tiempos largos y hay que sortear las
coyunturas electorales.
Escribo esto con entusiasmo pero sin optimismo. No creo que en estos dos
años que quedan exista voluntad para encarar esas reformas. Más aún cuando el
piloto de tormenta elegido sigue siendo Sergio Berni, un funcionario decidido a
judicializar la protesta social, a estigmatizar y disciplinar a los habitantes
de los barrios pobres –en especial a los más jóvenes− con la ocupación rotativa
de la gendarmería y la prefectura, y que piensa al narcotráfico en términos de
“guerra a la droga”. Digo, en materia de seguridad no hay sintonía fina sino
trazo grueso.
El gobierno avanza en zigzag dando señales contradictorias. En el último
año, incluso, se ha encargado si no de borrar al menos de difuminar la frontera
entre lo policial y lo militar. Si se confunden los límites entre la seguridad
y la defensa (como promueven los EEUU para la región) las conflictividades
sociales tendrán otros marcos jurídicos y otros anfitriones. De hecho, en los
últimos años, los militares vienen ganando posiciones. No solo fueron
movilizados a la frontera para realizar las tareas de control que antes estaban
a cargo de la gendarmería, también fueron implicados en las catástrofes
naturales, en la seguridad cibernética (en el mes de noviembre Rossi viajó a
Brasil a una reunión por este tema) y hay quienes quieren que tengan un papel
protagónico en la “guerra a las drogas”. Anoto esto porque en las últimas
semanas, después de los saqueos y la huelga policial, el gobierno nacional
suspendió o postergó las vacaciones para los militantes. Se espera un verano
caliente y los militares son postulados como la reserva de la democracia. Las
declaraciones de Milani hablando como parte de un “proyecto nacional” son otro
dato novedoso que no hay que perder de vista (ver la entrevista con Hebe de
Bonafini en la revista de las Madres).
Acaso por todo esto tenemos suficientes razones para manifestar nuestras
sospechas. Con la historia que tenemos nos parece que el desdibujamiento de
estas fronteras no debería subestimarse ni pasarse por alto. Más aún cuando el
jefe de Gabinete, Jorge Capitanich −dueño de una verba que compite con la de
Berni, que incluso contradice la de Berni−, plantea repensar los términos para
la seguridad interior. Por ahora sus declaraciones contrabalancean el carácter
reaccionario de la seguridad made in Berni. El tiempo dirá, y ojalá nos
equivoquemos, con Foucault podemos decir: interrumpimos aquí este artículo
porque lo que sigue está sucediendo.
Bibliografía citada
Frederic, Sabina, “Acuartelamiento y derechos restringidos”, diario
Perfil, 8 de diciembre de 2013.
Kessler, Gabriel, “Ilegalismos en tres tiempos”, en: Kessler y Merklen
(comps.), Individuación, precariedad, inseguridad, Paidós, Buenos Aires, 2013.
Rodríguez, Esteban, Temor y control. Gobierno de la inseguridad y
regulación del delito, en prensa, 2014.
Rodríguez, Esteban, “El despoliciamiento de la seguridad. La
construcción de una nueva agenda securitaria”, en: Balsa, Javier (comp.),
Discurso, política y acumulación en el kirchnerismo, Buenos Aires, Ediciones
del CCC Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini; Bernal: Universidad
Nacional de Quilmes, 2013.
Sain, Marcelo Fabián.; “Dilemas políticos del gobierno federal frente a
la reforma policial en la Argentina”, en Revista de Derecho Penal y
Criminología, Año 2, Nº1, Bs. As., febrero de 2012.
Sain, Marcelo Fabián.; “Las grietas del doble pacto” en Revista Le Monde
Diplomatique, edición N°174, diciembre de 2013.
Sirimarco, Mariana; De civil a policía. Una etnografía del proceso de
incorporación a la institución policial. Teseo, Bs. As., 2009.
Tarrow, Sidney; El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la
acción colectiva y la política. Aliaza, Madrid, 1997.
Tilly, Charles, Mc Adam, Dough y Tarrow, Sidney; Dinámica de la
contienda política. Hacer Editorial, Barcelona, 2005.
Thompson; E.P.; “La economía ‘moral’ de la multitud” en Costumbres en
común. Critica, Barcelona, 1995.
** Abogado y Magíster en Ciencias Sociales (UNLP). Docente, investigador y extensionista en la UNQ y UNLP. Director de la Maestría en Ciencias Sociales y Humanidades de la UNQ. Director del programa de extensión universitaria “El derecho a tener derechos” (UNLP). Director del proyecto de investigación “La inseguridad en los barrios: representaciones y estrategias securitarias en un barrio periférico de bajos ingresos” (UNQ). Profesor de la Especialización en Criminología (UNQ). Autor, entre otros libros de Vida lumpen: bestiario de la multitud (2007); Temor y Control. Gobierno de la inseguridad y regulación del delito (en prensa). Coautor de La criminalización de la protesta social (2003); Políticas de terror. (2007); El derecho a tener derechos. Manual de derechos humanos para organizaciones sociales (2009). Miembro del CIAJ (Colectivo de Investigación y Acción Jurídica), organización de derechos humanos en la ciudad de La Plata. Fue asesor del Ministerio de Seguridad, Presidencia de la Nación (2011 y 2012). Miembro de la Campaña Contra la Violencia Institucional. Director de la Maestría en Ciencias Sociales y Humanidades de la UNQ.