La Grieta Digtal 12

LA GRIETA DIGITAL 12

Verano 2o13/2014


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Acuartelamiento y saqueo: Protesta policial y social


Por Esteban Rodríguez Alzueta*

Un juicio apresurado es un prejuicio. Hay acontecimientos que demandan tomar distancia antes de emitir opinión, que no se pueden pensar ni rápido ni acotado. La demora se justifica además porque cuando arremeten los dirigentes de la primera línea con definiciones terminantes es mejor correrse y esperar a que la marea baje. Coincido en que, en medio de la tormenta, hay que poner otro temperamento a las frases y no se puede dudar. ¡Conviene ser contundente! Ya vendrán tiempos aplacados para ponerse a evaluar. Pero en esas circunstancias, a veces, para aplacar las operaciones que se montan sobre rumores de toda índole, es mejor darlos por sentado y subir la apuesta. Eso es lo que hizo el gobierno nacional, secundado por los gobernadores, con la organización de un “Comando de Operaciones” para prevenir los saqueos durante los emblemáticos días 19 y 20 de diciembre, judicializando la protesta como sedición contra varios policías de distintas provincias, y los ministerios públicos impulsando detenciones contra personas que habían protagonizado saqueos.
Es demasiado temprano para aventurar hipótesis, solo esperamos que el hilo no se corte por lo más delgado, aunque ya sabemos que si todo esto queda en manos de la justicia, estaremos ante una reedición de la teoría de los dos demonios. Y en esta reformulación, algunos sectores de la clase dirigente, muchos de ellos funcionarios, tienen su cuota de responsabilidad.
Quiero decir: en esos momentos es preferible aguardar en el rincón, sobre todo porque la mediocridad de los aplaudidores −que no son militantes de la autocrítica y tampoco habitués de los cuestionamientos−, suele considerar un acto de traición cualquier lectura que se corra del canon oficial y puede ser usado en nuestra contra.
Ahora que la protesta policial se ha contenido y el fantasma de los estallidos dispersado (¿la casa está en orden?), me gustaría decir unas palabras sobre la huelga policial y los saqueos sociales pero también sobre los homicidios pertrechados por algunos sectores de la sociedad civil envuelta en pánico moral, y la irresponsabilidad e impericia de los funcionarios de los distintos ministerios de seguridad. Pero vayamos por parte, avancemos disponiendo de a poco cada uno de esos mojones.

1.         Acción colectiva y movimiento policial: más allá de las tesis conspirativas
Los análisis políticos sobre las crisis que se transitan, realizados tanto por los protagonistas (políticos) como sus intérpretes inmediatos (los periodistas), suelen ser demasiado conspirativos, sobre todo cuando los escribas frecuentan pasadizos cercanos al poder. La voluntad se postula como objeto de reflexión y desentrañamiento. En estas interpretaciones, las acciones se presentan como el fruto de la voluntad manifiesta o subrepticia puesta en juego. Esa voluntad mueve la realidad y empuja la historia. No voy a decir que esto no sea así, pero como dijo alguna vez Marx, los hombres hacen la historia pero no la hacen a su libre arbitrio sino en función de las circunstancias con las que se encuentran, que son anteriores y les han sido legadas. Digo, hay que poner el ojo también en las condiciones de posibilidad, en el telón de fondo que estructuró cada una de las escenas protagonizadas por los distintos actores.
Hay mucho Maquiavelo y falta más Tarrow o Tilly. Si pensamos los acontecimientos con Maquiavelo, entonces veremos conspiraciones por todos lados. Por el contrario, si abordamos los hechos con los aportes de la sociología contemporánea distinguiremos acciones colectivas y movimientos sociales que surcan contextos históricos diferentes. Las conclusiones a las lleguemos dependerá de la perspectiva que se escoja. Como decía Buster Keaton: si pispeamos el mundo por el ojo de una cerradura, veremos una tragedia. Pero si ampliamos el marco, estaremos ante una comedia.
Nuestro punto de partida para pensar los levantamientos o acuartelamientos policiales es el conflicto salarial o, mejor dicho, el telón de fondo de aquellos hechos que vamos a identificar como acciones colectivas desplegadas en el marco de una protesta salarial. La protesta policial empezó como un reclamo salarial y terminó como una crisis institucional. Ya vamos a ver por qué se tradujo en una crisis política. Pero el punto de partida, las causas de esta crisis, hay que buscarla en ese reclamo gremial. Y para pensar esa demanda hay que volver sobre las condiciones previas de aquella acción colectiva.
Toda acción colectiva disruptiva presenta un desafío político eficaz para las autoridades y las elites. Genera incertidumbre: la duración de la protesta se desconoce de antemano (más aún si no está regulada a través del reconocimiento del derecho a huelga), los costos están indeterminados y la posibilidad de que se extienda incrementa su coste potencial. En tercer lugar se encuentra solidaridad: siempre hay un “nosotros” que sustenta el desafío, y ese “nosotros” no es algo que pueda salvarse apelando a categorías como “corporación”. Cuarto: no hay que perder de vista la interacción con las elites. Puesto que no es una protesta aislada o episódica, el desafío interpela a las autoridades. Estos son los elementos constitutivos de cualquier acción colectiva. Pero lo importante es averiguar “cómo se transforma en acción la estructura social subyacente y el potencial de movilización” (Tarrow; 1994: 151). La respuesta a esta cuestión hay que buscarla en los promotores, es decir, en la movilización de recursos que hacen los activistas, especialmente en el aprovechamiento de las oportunidades políticas que se presentan. Para Tarrow, el movimiento no surge espontáneamente, requiere la movilización de recursos.
Por mi parte no creo que todavía pueda hablarse de un movimiento policial, pero la acción colectiva disruptiva siguió esos senderos.

2.         Madrugadores y oportunidades políticas: disparadores y contextos particulares
La protesta policial tiene lugares comunes pero también hay contextos particulares que no hay que perder de vista. No hay espacio en este artículo para revisar cada uno de los escenarios locales y tampoco tenemos la información precisa para hacerlo. Ya habrá más tiempo para hacer estos análisis a medida que se vaya produciendo la información y avancen las investigaciones judiciales. Pero quisiera demorarme en la policía cordobesa, porque fue la provincia que activó y disparó el conflicto.
Por empezar digamos que no se trataba de un conflicto nuevo. En el mes de marzo de este año ya hubo reclamos semejantes que se taparon sumariando y sacando de la fuerza a sus promotores principales.
Al interior de esa policía el telón de fondo de la “huelga” fue el malestar policial existente alimentado por dos vías. Por una, los recientes descabezamientos de la cúpula policial y los procesamientos de los cuerpos intermedios producto del narcoescándalo. Por la otra, la repercusión que tuvo la 7° Marcha de la Gorra en el mes de noviembre en las propias filas policiales (una marcha que, dicho sea de paso reunió a 15 mil personas en la calle). Ambos hechos produjeron una grieta entre las dirigencias política y  policial. El tradicional pacto que organizaba los papeles de estos actores se tensó otra vez y empezó a fisurarse.
Pero la huelga policial protagonizada por los sectores más juveniles de la policía estaba hecha también de resentimiento. Un rencor alimentado con el enojo y el descontento de las jefaturas. No sería la primera vez que las cúpulas policiales se esconden detrás de un reclamo legítimo de las bases para presentar sus abyectas demandas. Se sabe, las jefaturas suelen pasar factura a los funcionarios apelando y avivando los conflictos internos o apostando incluso al desmadre de conflictos externos a la institución. Como decía Perón, en la quilombificación del estado general de las cosas, las policías encuentran una carta fundamental. Los políticos lo saben y acaso por eso mismo prefirieron todos estos años acordar con la policía a cambio de contención de la tropa y disciplinamiento social.
Pero tanto los descabezamientos como la falta de protección política, que luego se tradujeron en exposición pública y desamparo frente a la justicia, produjo descontento en la alta policía e incertidumbre en la baja policía. Todos corrían el riesgo de ser procesados, porque la corrupción policial se organiza con la complicidad de todos, es decir, con el pacto de silencio que impone la obediencia debida y la cadena de mando. La policía de Córdoba se sumaba así a los escándalos en Santa Fe que se habían sumado a la Bonaerense.
Un lugar común en la conversación cotidiana es la corrupción policial. Todo aquello que intuimos salió a la superficie: la institución dedicada a combatir el delito era partícipe necesario del crimen que perseguía, cuando no su principal protagonista. Los hechos empezaban a conocerse y salpicaron a todos los miembros que se sintieron “manchados” y sobre todos desprotegidos. El paraguas político y judicial se había cerrado para unos cuantos. De allí que las descontentas cúpulas policiales operaran políticamente la incertidumbre de las bases policiales para pasar boleta a los gobernantes.
En otras palabras, el enojo al interior de las esferas superiores de esa policía, su vulnerabilidad (la de las cúpulas) y las divisiones entre esta y los cuadros de gobierno, dejó espacio a los subalternos para manifestar su incertidumbre laboral. La crisis que produjo el narcoescándalo fue la oportunidad política que encontraron las bases (suboficialidad juvenil) para poner de manifiesto sus demandas a sus patrones (el gobierno) en la escena pública (la calle). Se resquebrajó el pacto político-policial que actuaba como bloque de contención de las demandas laborales y generaba oportunidades concretas para canalizar los problemas que se venían escondiendo hacía meses debajo de la alfombra. Para decirlo con Tarrow: la apertura o el incremento del acceso a la participación (recordemos la protesta de los gendarmes y prefectos en el 2012), la división de las elites en el seno de las mismas (contexto político polarizado), los conflictos de intereses entre la alta política y la alta policía (“grietas del doble pacto”), la vulnerabilidad entre los oponentes, pero también los cambios de alianzas (en Córdoba) de la alta policía, todo ello animó a la baja policía a presentar sus problemas.
Conviene seguir de cerca esta categoría para comprender la protesta policial. Como señala el sociólogo americano Sidney Tarrow, la oportunidad política “ayuda a comprender por qué los movimientos adquieren en ocasiones una sorprendente, aunque transitoria, capacidad de presión contra las élites o autoridades y luego la pierden rápidamente a pesar de todos los esfuerzos. También ayuda a comprender cómo se extiende la movilización a otros que viven circunstancias muy distintas. Al plantear desafíos a las élites y las autoridades, los madrugadores ponen al descubierto la vulnerabilidad de quienes ostentan el poder” (1994: 156).
El malestar laboral era de larga duración. No solo los salarios estaban retrasados respecto de los salarios que ganaban otros empleados del Estado sino que la inflación fue limando su capacidad adquisitiva. Si a eso le sumamos la vía libre que tuvieron para presentar la demanda, entonces el conflicto es completo, sale a la superficie y con sordina.

3.         Más allá de la corporación: una nueva dinámica de derechos
A veces somos víctimas de las teorías que usamos y nos maravillaron. En esos casos, las categorías que empleamos para leer la realidad ponen las cosas en un lugar donde no se encuentran y cuando eso sucede corremos el riesgo de extraer conclusiones equivocadas. Sobre todo cuando apelamos a ellas rápidamente, casi por acto reflejo, sin reconocer las particularidades del caso, sus circunstancias, incluso su coyuntura. Cuando las categorías no sirven para indicar algo que es real o lo es pero en un sentido muy distinto, cuando ya no tienen la capacidad para hacer patente algo, entonces estamos frente a categorías que resignaron comprender para operar sobre la realidad de una manera engañosa (ideológica): para ocultar o intentar ocultar la realidad. No se quiere comprender sino abrir un juicio negativo.
Eso es lo que sucedió durante estas semanas con la palabra “corporación”. Hemos escuchado hasta el cansancio en la prensa local hablar de la “corporación policial”. Se acusa y responsabiliza a la “corporación policial”. La “policía es una corporación”, “la policía se ha corporativizado”, “estamos frente a un poder corporativo”, etc.
No voy a decir tampoco que esto no es así, pero sí agregar que no estamos frente a una totalidad. La categoría “corporación” invita a pensar a la policía como un bloque y más aún, como un bloque unidimensional. Quiero decir: cuando manipulamos esta categoría perdemos de vista las contradicciones que existen al interior de cada institución y tendemos a meter a todos dentro de la misma bolsa. No voy a negar que los jefes policiales se paren frente a la dirigencia política como representantes de una corporación que tienen sus propios intereses que ejercen y desarrollaron en función de sus propias prácticas. Digo, que se paren de manos para defender intereses corporativos. Pero en ese campo intervienen distintos actores y nos todos juegan el mismo juego porque no todos tienen la misma posición en la institución. La policía, entonces, es mucho más que una corporación. El campo policial está organizado en función de sus reglas, pero compuesto por actores distintos y variopintos. No estoy negando tampoco que exista una cadena de mando que la unifique, pero ello no debería llevarnos a desconocer esos actores que se disputan las posiciones de poder donde se “corta el bacalao”, ni  la existencia de actores subalternos que pujan por tener otro lugar en esa institución que ningunea, maltrata y extorsiona de manera sistemática a sus integrantes subalternos.
Si se mira de cerca a la policía de Córdoba, nos daremos cuenta de que estamos frente a una agencia que tiene hoy 27 mil miembros. Supera ampliamente a la policía de Santa Fe que cuenta con 18 mil efectivos. Una policía que en el 2003 tenía 13 mil. Es decir, en los últimos diez años la policía cordobesa se ha duplicado, tiene 15 mil nuevos efectivos. Es una de las provincias con más efectivos. Si la provincia de Buenos Aires tiene 433 policías cada 100 mil habitantes, y la provincia de Santa Fe 600 y Córdoba llega a los 880 policías cada 100 mil habitantes. 
Esta “nueva” policía se monta sobre la “vieja” policía y sospechamos que ese montaje no es cordial sino tirante, sobre todo si sigue la distinción entre la “baja” y la “alta” policía respectivamente. No todos viven la institución de la misma manera. Las viejas prácticas que perfilan determinado quehacer policial, tienen que convivir con otros valores y concepciones que tensan las prácticas cotidianas al interior de la fuerza. La reproducción no es una fatalidad y convive con el desarrollo de nuevas prácticas.
Conviene tampoco perder de vista esta distinción porque los protagonistas del reclamo salarial fueron los subalternos más jóvenes, es decir, las bases juveniles, los policías que tienen entre 19 y 25 o 27 años de edad. Al menos durante las primeras horas. Esos policías ingresaron a la institución después del 2003. Ninguno de ellos, claro está, participó en la dictadura, y seguramente, la gran mayoría tampoco vivió la crisis del 2001 y 2002. Seguramente muchos de ellos referenciaron a la policía como una estrategia de sobrevivencia, es decir, como la posibilidad de tener un sueldo estable, de acceder al crédito, de contar con una cobertura social que sus padres tampoco tuvieron o si la tuvieron la perdieron durante la década del ‘90. Seguramente además muchos de ellos empezaron a experimentar la policía como una estrategia de pertenencia: la policía aporta insumos morales para componer una identidad. Pero también todos ellos nacieron, o mejor dicho, crecieron en otra Argentina. Conviene recordar que la Argentina no siempre es la misma Argentina y que la última década presenta grandes discontinuidades respecto a las décadas anteriores. Los policías más jóvenes no son hijos de la dictadura sino de la democracia y, más aún, de una nueva dinámica de derechos.
Si la dictadura restringía los derechos, la democracia, o mejor dicho, ésta democracia −la de los últimos diez años−, los amplifica. La nueva dinámica de derechos también atravesó a todos los policías. Si el Estado comenzó a comprometerse otra vez hasta recomponer los cimientos de una sociedad salarial, si se restablecieron las paritarias, los convenios colectivos y se creó un consejo del salario; si se reconocieron nuevos y mejores derechos para el peón rural, si las empleadas domésticas ahora tienen derechos, si se reconocen más derechos a los jubilados, las mujeres, las minorías sexuales, los niños, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿por qué ellos no pueden acceder a ese nuevo estatus jurídico, por qué no pueden acceder a la ampliación de derechos? Y más aún, ¿por qué no tienen el derecho a tener derechos? Es decir, por qué no pueden protestar, si en este país, como dice el refrán, ¡el que no llora no mama! Porque convengamos que los derechos no son regalos que encontramos en el arbolito de navidad en la noche nueva, no son dádivas, sino conquistas sociales. La protesta es el derecho que llama a los otros derechos. La huelga policial estaba detrás de ese reclamo: una lucha económica que pueda crear mejores condiciones para la lucha política, es decir, para el reconocimiento de un nuevo estatus jurídico que los transforme en sujetos de derecho. Traduzco: una mejora salarial que les permita dejar de ser ciudadanos de segunda para acceder a un mercado que los reconstituya como consumidores con derechos pero también, una protesta que los ponga en otro lugar en el estado de derecho, y en otro lugar adentro de una institución que está dentro de un estado que dice ser otro estado. Porque si es cierto que se está revitalizando el estado bienestar, su intervención debe ser universal. Y esa intervención no estaba alcanzando a las bases policiales.
Quiero decir, el análisis corporativo debe completarse con un análisis de clase. Estamos frente a una estructura militarizada, fuertemente jerarquizada y centralizada. Pero no todos tienen la misma posición en la estructura policial. Eso quiere decir que no todos ganan el mismo sueldo y tampoco no todos viven a la policía de la misma manera. Y si es cierto que la policía regula el delito, los dividendos de la protección que dispensan los mercados ilegales e informales tampoco se reparten en términos equitativos.
Pero dije recién: “no todos los policías viven la institución de la misma manera”. Hay que correrse de los análisis subculturalistas. La policía no es un mundo aparte y los policías tampoco bajaron en un plato volador o fueron cultivados adentro de un laboratorio. Son un emergente social. Vivimos en el mismo barrio, el policía compra la verdura en la misma feria donde vamos nosotros, lleva a su hijo a la misma escuela donde va el nuestro, miramos el mismo programa de entretenimiento, gritamos el mismo gol, tomamos el mismo micro, nos indignan probablemente las mismas cosas, entonces, ese policía –que se mueve como pez en el agua− no es un extraterrestre. Eso no significa desconocer que las reglas informales que regulan su quehacer no sean propias del campo, pero de allí a suponer que se trata de un mundo aparte, con valores exclusivos, es otro cantar. La mirada policialista de la seguridad (seguridad = policía) no es patrimonio exclusivo del policía. La estigmatización de los sectores desaventajados no es una marca registrada de la policía. Tampoco el machismo y el uso de la violencia para dirimir los conflictos. Entonces: la policía no constituye una subcultura.
Las camadas más jóvenes, que nacieron en otra Argentina, introdujeron una serie de tensiones y contradicciones que no hay que subestimar y tampoco descontar, sobre todo para evitar lecturas catastróficas que pronostican y ven intentos desestabilizadores por todos lados. No hubo un golpe o intento de golpe institucional sino un reclamo policial. Que después ese reclamo de la baja policía haya sido operado por la alta policía ante la irresponsabilidad de la alta política, es algo que no ignoramos y vamos a explorar más abajo. 

4.         Extorsiones policiales: ¿cuál extorsión?
El contraste entre la ampliación de derechos fuera de la institución policial y la restricción de derechos en su interior, es experimentado por la baja policía como algo injusto. Esa injusticia no tiene demasiadas chances de presentarse en la arena pública toda vez que sus integrantes están en una institución militarizada y son objeto de extorsión recurrente por parte de sus propios jefes. La militarización de la institución −con su respectiva cadena de mando, uso de armas, estructura jerárquica, obediencia debida, entre otras características− esconde el malestar de sus bases, impide que salgan a la superficie los problemas que tienen, pero también coacciona a sus miembros a resignarse, es decir, a aceptar con sufrimiento lo que “en suerte” les tocó. Prueba de ello es que los policías y los penitenciarios son los empleados públicos peor remunerados del Estado argentino. Como no pueden presentar sus demandas y hacer evidentes sus necesidades, suelen ser los actores más retrasados –salarialmente hablando− del Estado. Ello para no hablar de las deplorables condiciones laborales, que se cargan a la cuenta (su resolución) de cada comisaría. Al mismo tiempo, como las cúpulas participan de las rentabilidades altísimas que genera la regulación del delito –siempre con la protección de la dirigencia política−, entonces tampoco se transforman en canales formales para aquellas demandas. Al contrario, el reclamo de los suboficiales, al igual que cualquier objeción o desplante, es visto como un acto de insubordinación y será sancionado. Esas sanciones son formales pero sobre todo informales. El sistema de castigo es discrecional y arbitrario pero además es informal. Algunas de los castigos cotidianos para disciplinar a la tropa son los siguientes: negar o sacarles las horas extras; mandarlos a patrullar la ciudad en autos destartalados; salir a patear las calles en las cuadrículas más violentas, que más riesgos tienen para su supervivencia (riesgos, por otro lado, que tampoco suelen ser tenidos en cuenta en el salario. Porque a diferencia del maestro que se le paga un plus por dar clases en zonas de riesgo, los policías no pueden acceder a ese beneficio).
En resumen, eEse sistema de extorsión policial contribuye a profundizar el malestar policial en las bases que viven con injusticia la clausura política para participar de la dinámica ampliatoria de derechos.

5.         La familia policial
Punto y aparte merecen las mujeres de las policías y los jubilados de la institución. Dos actores que se manifestaron activamente durante las protestas. En cuanto a los jubilados y pensionados de la fuerza, muchos de ellos asociados a las instituciones que vienen peleando por el reconocimiento gremial con personería jurídica, sospechamos que se sumaron por distintas razones. Lo hemos visto en varias oportunidades, incluso en la huelga que protagonizaron los gendarmes y prefectos en el 2012. Por un lado, su apoyo a la policía en actividad tiene que ver con el aumento del monto en sus jubilaciones que se encuentra atado a los sueldos de los policías en servicio. Por el otro, muchos de ellos, son oficiales o suboficiales cesanteados, exonerados o  desplazados de la institución en el marco de las periódicas purgas. Estos ex policías encuentran en estas agrupaciones no solo la posibilidad de seguir vinculados a una identidad que aporta pertenencia, sino de manifestar su resentimiento por haber sido retirados de la fuerza.
Por su parte, las esposas o parejas de los policías también jugaron un papel central en la protesta policial. En algunas provincias más que en otras. Su protagonismo tampoco es nuevo. También durante el 2012 acompañaron a la protesta de los gendarmes y prefectos. Su protagonismo está replicando el papel que jugaron las mujeres en la protesta social entre los años 1998 y 2003. Eso por un lado, porque por el otro, su protagonismo es de larga duración, sobre todo cuando la política está clausurada para los trabajadores. E. P. Thompson nos enseñó que cuando los trabajadores no podían hacer huelga porque sus derechos estaban restringidos, la protesta se cargaba a la cuenta de las mujeres y asumía nuevas formas. Vaya por caso los motines del hambre donde las mujeres tomaban la ciudad y reclamaban el pan a los almaceneros, y si estos no se los daban no dudaban en tomarlos por mano propia. Pero también esas mismas mujeres son las que iban hasta la fábrica mientras sus esposos se ponían a trabajar. Unos adentro trabajando y las otras afuera protestando o sosteniendo a sus esposos en la lucha que estaban llevando adelante.
Si los policías no pueden agremiarse, es decir, si tienen prohibido la representación y petición a través de canales específicos institucionalizados con independencia de la cadena de mando y si tampoco pueden manifestarse en el espacio público, lo harán entonces sus familiares. Todavía más en una agencia como la policial donde la continua interpelación a la “familia policial” es una marca de identidad. La mujer del policía no es una mujer más. Forma parte de la familia policial y, por tanto, tiene vela en este entierro.
Como dice Sabina Frederic en su artículo “Acuartelamiento y derechos restringidos”: “Las esposas de los policías toman la voz y en nombre de ellos y sus familias asumen de hecho la representación gremial de sus esposos. Un recurso que deja fuera a las miles de policías mujeres cuyos maridos no parecen gozar de igual legitimidad. Mujeres ejerciendo de hecho el derecho –negado− a otros, sus maridos, se erigen en ‘representantes’ de un trabajador por relaciones matrimoniales que las legitiman. ¿Acaso no es esto una negación del proceso de individuación y reconocimiento directo del Estado de derechos ciudadanos?”.
Entonces, si los policías no pueden presentar sus problemas en la agenda pública y el mundo de la política, si son objeto de extorsión recurrente, entonces la protesta se sostiene con la presencia y el temperamento que le puedan imprimir los familiares. En la protesta de diciembre pudimos ver cómo las mujeres acompañaron a determinados referentes en las negociaciones y cómo esas mismas mujeres se negaban a aceptar los aumentos cuando no se ajustaban a sus reclamos y a continuar sosteniendo los acuartelamientos o concentraciones en el espacio público.

6.         Efectos dominó, en plural
La dinámica de los movimientos sociales suele ser horizontal. El éxito de la acción colectiva disruptiva de la baja policía de Córdoba creó oportunidades políticas para que las otras (bajas y no tan bajas) policías de la Argentina hicieran sus apuestas. Acá, insisto, hay que dejar a Maquiavelo y volver sobre Tarrow. No hubo un plan de operaciones previo puesto en escena, sino la oportunidad de encontrar respuestas a preguntas pendientes y persistentes.
Una vez lanzada la acción , se producen efectos en cadena que pueden adoptar básicamente tres formas:
Uno: La expansión de las oportunidades propias y de los grupos afines. Dice Tarrow: los madrugadores que explotaron las oportunidades políticas crearon nuevas oportunidades políticas para que la acción colectiva se difunda a través de redes sociales y estableciendo incluso coaliciones con otros actores sociales, creando así un espacio político para los movimientos. Es decir, el aprovechamiento exitoso de aquellas oportunidades puede transformarse en un catalizador para otras protestas. En este sentido se puede decir que la protesta de la baja policía en Córdoba creó condiciones para la protesta de la baja policía en Catamarca, Jujuy, Salta, Tucumán, Entre Ríos, Chaco, etc. Pero además, el éxito de estas protestas encadenadas crea nuevas y mejores oportunidades para que otros actores sociales actualicen sus demandas. Si a los policías les fue bien, habrá llegado el momento del resto de los estatales: los enfermeros, los médicos, los maestros, los administrativos, etc. Pero también, habrá llegado otra vez el momento para que determinados sectores sindicales que andaban con la capa caída (los camioneros o los empleados de peajes, por ejemplo) recobren el impulso que los caracterizaba.
Dos: La creación de oportunidades para contra-movimientos. En ese sentido, y salvando las distancias, se puede arriesgar que la movilización del alfonsinismo en la Plaza de Mayo durante el levantamiento militar en 1985, y la concentración en la misma plaza para festejar los 30 años de democracia, mientras Tucumán ardía, pueden ser leídos como contra-movimientos. 
Y tres: La creación de oportunidades para las elites y autoridades. Tanto en un sentido negativo (cuando sus actos suministran incentivos para el descabezamiento, la represión o judicialización), como en un sentido positivo (cuando los políticos oportunistas aprovechan la ocasión por los descontentos para autoproclamarse tribunos del pueblo, o los funcionarios encuentran la oportunidad de realizar reformas institucionales que antes no tenían demasiado quorum porque no estaban en la agenda pública o los consensos no eran suficientes).
A medida que la protesta se intensifica, se corre una serie de riesgos que conviene no perder de vista. En primer lugar el riesgo de que se difunda sectorial y geográficamente. Es decir, que la protesta de un sector de la subaternidad sea reivindicado por otros sectores de la baja policía, incluso por parte de la alta policía (más allá de que estos tengan y pongan otros intereses en juego en ese conflicto), o que la protesta en Córdoba se traslade a la ciudad de Mendoza o Catamarca.
En segundo lugar, se corre el riesgo de que los repertorios de beligerancia se expandan: el método de los acuartelamientos o las concentraciones frente a la casa de gobierno o el ministerio de seguridad pueden transformarse en un método que está a disposición para presentar nuevos reclamos. Tercero: la aparición o la visibilización de nuevos organizadores del movimiento. Vaya por caso los SIN.PO.PE –Sindicato de Policías y Penitenciarios− o SIPEBA –Sindicato de Policías de Buenos Aires− en la provincia de Buenos Aires que cobra un nuevo impulso. 
Todos estos datos son los elementos de una dinámica de acción colectiva que transforma la estructura social en movimiento. Lo vimos con los piqueteros a comienzos del siglo XXI y ahora con la protesta policial.

7.         Repertorios previos y sindicalización
Otra categoría que podemos emplear para pensar la protesta policial y junto con ella su potencialidad es la noción de “repertorio de beligerancia”. Con el término repertorio el historiador y sociólogo norteamericano Charles Tilly quería identificar a aquellas rutinas contenciosas aprendidas, compartidas y ejercitadas mediante un proceso de selección relativamente deliberado. Los repertorios, afirmaba Tilly, son creaciones culturales aprendidas que no descienden de una filosofía abstracta, pero tampoco del “espíritu del pueblo”. Prácticas que emergen de la lucha, de las interacciones entre ciudadanos y Estado. La noción de repertorio nos previene, entonces, de las interpretaciones economicistas que tienden a cargar todo a la cuenta de las necesidades insatisfechas. Hace falta mucho más que una necesidad material para que las estructuras objetivas se transformen en protesta. Hacen falta, por ejemplo, repertorios previos. La categoría de repertorio ubica  la cultura en el centro de la acción colectiva, al hacer hincapié en los hábitos beligerantes adoptados. Esos repertorios son el vademécum que estará a disposición de los protagonistas contemporáneos, una suerte de acervo que propone la memoria colectiva que sirve para distintos actores, según sus diferentes reivindicaciones, en diferentes tiempos y lugares.
La protesta policial apeló a rutinas de confrontación que ya formaban parte del haber policial. Estoy pensando en los levantamientos policiales que pueden asumir diferentes formas, a saber: ausentismo; quite de colaboración; acuartelamientos, que son una mezcla de huelga de brazos caídos con ocupación de espacio público (las comisarías); y las concentraciones en las puertas del ministerio de Seguridad o las casas de gobierno. La última protesta apeló a todas ellas. Por ejemplo, la policía Bonaerense −que oficialmente se le plantó a Daniel Scioli el lunes 9 de diciembre−, la semana anterior a su reclamo había realizado un quite de colaboración que no tomó estado público y que se verifica cuando se revisa el nivel de efectividad de patrullaje por cuadrículas. Del habitual 65% había caído hacia el final de la semana a un 3%, lo que transforma la quiete de colaboración en un virtual levantamiento. Ese dato fue el que tuvo Scioli en la mano el viernes 6 a la noche para decidir un aumento salarial antes de que los acuartelamientos reprodujeran el escenario propiciador de los saqueos.
Por si quedan dudas, esas formas de protesta llegaron para quedarse. Son las mismas que se vienen usando desde hace varias décadas. Las experimentaron en carne propia Cafiero, Duhalde, y ahora Scioli. Difícilmente puedan borrarse de la memoria apelando –cual exorcismo− al articulado de la Constitución Nacional, recordándoles a la policía que deben guardar subordinación, que no se puede romper la cadena de mando, etc. Esta visión ingenua de las instituciones es víctima de otros sentidos comunes como por ejemplo aquel que sostiene que el Estado tiene el monopolio de la fuerza. Está visto que la policía no es una institución subordinada al gobierno de turno o, en todo caso, esa subordinación se negocia o pacta todo el tiempo. Sucedió durante los últimos 20 años y no creo que no siga sucediendo mientras no se encare un profundo proceso de reforma.
Pero no es eso adonde quería llegar. Estaba diciendo que los repertorios de beligerancia forman parte del imaginario policial. Y que la baja policía continuará apelando a ellos en la medida que no encuentre canales formales para expresar sus problemas y manifestar sus legítimas demandas. La sindicalización (que merece en sí misma un artículo aparte) puede ser una forma de darle previsibilidad a la protesta policial. De lo contrario activará dinámicas sociales que se mueven con la fuerza de los temporales. Arrasando con todo sin preguntar si se trata de Pedro o Juan, si sos radical, peronista o socialista.

8.         Saqueos: entre la bronca juvenil y el consumismo de todos
Este es un tema muy espinoso y repleto de lugares comunes y, por tanto, lleno de mitos. Conviene avanzar despacio para no reproducir lecturas conspirativas que nos llevan a postular una relación inmediata de continuidad entre los acuartelados y los saqueadores. No voy a decir que no exista un encabalgamiento entre la protesta policial y la protesta social, o que incluso no pueda haber existido connivencia entre huelguistas (o instigadores de la huelga) y saqueadores. Pero conviene empezar recordando que los saqueos sociales son una de las formas que asume la acción colectiva disruptiva en Argentina. Eso no implica que no proyecte relaciones abyectas con miembros de la policía, que no existan oscuras zonas de contacto con la protesta policial. Pero esa relación hay que explicarla, no se puede postular como una relación mecánica del orden de la causa y el efecto. A veces entran en juego complicidades, pero esos acuerdos no se pueden generalizar.
Las complicidades forman parte de la regulación cotidiana del delito. La policía recluta fuerza de trabajo lumpen para mover las economías ilegales y las informales también. Eso hace suponer que la vigencia del pacto con el delito puede extenderse aun cuando ese otro pacto policía-política se resquebraja. Esa fuerza de trabajo se convierte en la mano de obra forzada y barata de las policías y operan como un factor de presión extra en las negociaciones que encaran la baja y la alta policía. Esto no es un acontecimiento sino una práctica periódica que hemos denominado, con Julián Axat, “reclutamiento policial forzado”: cuando los negocios formales se niegan a asociarse a la cooperadora policial o dejan de contratar las horas extras de la policía de la zona; cuando los negocios que pendulan entre la formalidad y la informalidad no pagan la cuota semanal o mensual correspondiente para continuar con sus negocios grises, se vuelven objeto de extorsión. Una de las maneras que tiene la policía para presionar a estos actores es armarles una causa o hacerles un allanamiento. Otra manera es apelando a los servicios del “bardo flotante”. La policía les marca el negocio a esos actores reclutados para que lo saqueen. Algo similar sucede cuando la policía libera zonas para que determinadas viviendas sean objeto de hurto o escruche. Entonces, la relación entre las policías y la fuerza de trabajo lumpen no es nueva sino de largo aliento. Relaciones que se fueron tejiendo sobre la base del hostigamiento y la extorsión policial. A través de las sistemáticas detenciones por averiguación de identidad y la amenaza de armado de causas, la policía perfila trayectorias ilegales. A medida que vulnera los derechos de los jóvenes y certifica los prejuicios que los vecinos del barrio tienen sobre esos jóvenes, se va componiendo esa fuerza de trabajo lumpen que se dispone para múltiples tareas.
Pero esa fuerza de trabajo lumpen habilitada por la huelga policial –que funciona de hecho (¿hay que decirlo?) como una liberación de las zonas− crea condiciones para que detrás de los lúmpenes en algunos casos y en otros sin necesidad de la intervención de estos, tengan lugar los saqueos masivos. Una cosa son los robos y otra los saqueos (pero no hay que confundirlos aunque a simple vista todo tienda a enredarse).
Los saqueos fueron el puño sin brazo. En algunos casos la huelga policial fue vivida como la oportunidad para tomar la calle. Cuando los jóvenes se convierten en objeto de sospecha y detención recurrente, cuando los jóvenes morochos de las barriadas pobres se convierten en los enemigos de rigor y aparecen referenciados como categorías sociales productoras de miedo, entonces se montan y disponen a su alrededor prácticas y operativos policiales y para-policiales (seguridad privada y procesos de estigmatización social) que establecen una suerte de estado de sitio para estos actores. En ese contexto, cuando los controles formales desaparecen o se relajan, muchos jóvenes encontrarán la oportunidad de tomarse revancha. La presión policial sobre los jóvenes es asfixiante. No solo clausura el espacio público para ellos sino que les impide acceder a determinados lugares. Pero esa mirada policial se reparte con la vigilancia vecinal. Como solemos repetir desde el CIAJ: “no hay olfato policial sin olfato social”. Las detenciones por averiguación de identidad reposan en los procesos de estigmatización y demonización social. Eso es lo que venía sucediendo en la ciudad de Córdoba y Tucumán, y lo que se denunció precisamente en la Marcha de la Gorra en la ciudad de Córdoba. La policía de Córdoba hostiga sistemáticamente a los jóvenes en el centro de la ciudad y en sus propios barrios, donde se vuelven objeto de detención y cacheos sistemáticos. Incluso la policía ha dispuesto patrullaje nocturnos en helicópteros sobre las barriadas más pobres de la periferia, allí donde los jóvenes se juntan en las esquinas.
Con estos antecedentes, cuando la policía se manda a guardar, en ese contexto de presión policial y social, no hacen falta demasiados acuerdos previos para que los jóvenes salgan a ocupar el espacio público e irrumpan en los negocios. En última instancia, esos mismos empresarios o los dueños de los comercios, suelen disponer dispositivos de seguridad para mantenerse en guardia permanente contra estos jóvenes. Pero eso no es todo, porque después de los jóvenes llega el resto del barrio. Es decir, los saqueos se masifican y se vuelven imparables, impredecibles, al menos durante algunas horas.
Ahora bien, los saqueos forman parte de los repertorios de beligerancia social, son un repertorio maestro en Argentina. En contextos de inflación y polarización política, cuando los sectores marginales no encuentran cauces para manifestar su disenso, cuando sus problemas no son tomados por los representantes o siendo tomados no se lo hace con la debida atención o dedicación, entonces los saqueos se transforman en un gran catalizador político.
La acción colectiva es la misma pero los contextos son muy diferentes. Si en 1989 el marco de los saqueos fue la hiperinflación y el subconsumo, algo similar al 2001, en 2013 el marco de la protesta es la inflación y el consumismo. En efecto, el consumismo es la contracara del neodesarrollismo. El incremento de la capacidad de consumo redefine los términos de la pobreza relativa. Baja la desocupación –aunque sigue impactando centralmente entre los sectores más jóvenes− pero subsisten los núcleos de marginación. Aumenta el consumo pero sigue experimentándose de manera desigual.
El consumismo (desigual) suele ser apuntado como una de las dimensiones del aumento del delito en Argentina. Lejos de hacer retroceder el delito predatorio o callejero, crea nuevas condiciones para su reproducción toda vez que redefine la pobreza relativa. Sobre todo en contextos de fuerte contraste social, donde la riqueza continúa conviviendo al lado de la pobreza o la precariedad. Lo digo con las palabras del sociólogo argentino Gabriel Kessler: “Pareciera que en una época de reactivación económica y una renovada promesa de consumo, se produce una reconfiguración de la privación relativa. Mientras que por un lado hay más bienes en circulación, lo cual disminuiría la privación, por el otro el mayor consumo local y la menor privación absoluta dan lugar a una comparación continua con los pares cercanos que acceden a ciertos bienes y que haya una mayor adscripción a las estrategias de distinción juvenil mediante bienes” (Kessler y Merlen; 2013; 149/150). El consumo genera una serie de contradicciones. Lleva a la comparación constante con otros semejantes y se vive con placer y envidia. Más aún, en una sociedad de mercado, el consumo se experimenta como un derecho. Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura. Si para ser feliz tengo que tener uno o dos LCD, uno en cada habitación, y no lo puedo conseguir por las vías formales entonces iré por él.
De otra manera: si para pasarla bien en las fiestas hay que visitar Garbarino, aprovechar las ofertas de Frávega o los super descuentos de Carrefour o Walmart, si la felicidad se mide en función de los electrodomésticos adquiridos, entonces yo quiero también participar de la felicidad asociada al consumo de aquellos bienes. Cuando no tenemos acceso al crédito o ya estamos lo suficientemente endeudados para continuar acumulando nuevas deudas, entonces los saqueos son referenciados por muchos como la oportunidad para adecuarse a las expectativas que reclama el mercado.
Acaso por eso, los saqueadores no van detrás de alimento, como sostiene la gorilada –incluso la clasemediera que forma parte del peronismo− sino de electrodomésticos y ropa deportiva último modelo.
No es nuestra intención justificar ni censurar los saqueos, sino comprenderlos. Y sobre todo tratar de corrernos del sentido común que circuló en los últimos días por los medios y las redes sociales para luego intentar comprender estas formas de confrontación popular. En ellas se veía a personas cargando plasmas al hombro, colchones, muebles, changuitos que en vez de llevar alimentos, contenían electrodomésticos de todo tipo. Como sucedió el año pasado durante los saqueos en la ciudad de Bariloche, esas imágenes circularon para impugnar los saqueos, para desautorizar a sus protagonistas, para subrayar que no estábamos ante personas con necesidades básicas insatisfechas sino frente a vándalos, es decir, oportunistas manipulados por oscuros intereses.
E. P. Thompson nos enseñó que los motines del hambre en la Inglaterra del siglo XIX fueron acontecimientos espontáneos. Y lo mismo podemos decir de los saqueos en la Argentina del siglo XX o XXI. No son eventos azarosos y tampoco se explican en la necesidad de alimentación. Detrás de estos, además de experiencias de organización (que todavía están por verse), se encuentran los repertorios de lucha previos trabajando pacientemente; repertorios y experiencias que forman parte del imaginario social. Nos basta con agregar que en un contexto como el que nos toca, donde la inflación va erosionando la capacidad de consumo que sostiene nuestra existencia moral cotidiana, no hace falta demasiado (o sí, eso está por verse dijimos) para que irrumpan los saqueos y con ello los estallidos. Pero también hay una comunidad de valores que durante veinte años estuvo tallando el imaginario de los argentinos. Un imaginario hecho de consumismo último modelo, organizado con la obsolescencia programada y percibida del capitalismo contemporáneo.
Muchas de estas cosas los funcionarios lo saben perfectamente. Y no lo saben desde ahora sino desde hace bastante tiempo. De hecho, la llegada de Sergio Berni al Ministerio de Seguridad de la Nación tuvo que ver –entre otras cosas− con esto. Por eso una de las primeras medidas que adoptó el supersecretario fue la coordinación de las intervenciones en las villas de CABA y AMBA. A cada Ministerio se le dio dos o tres villas para que realicen distintas tareas sociales, las que estuvieran a su alcance según la agenda de cada agencia. Berni fue el encargado de monitorear este mega-operativo. Al gobierno no se le escapaba que si hay un sector donde más golpea la inflación, es en los sectores más bajos. A través de este operativo, además de disputar estos territorios a Mauricio Macri (en CABA) y a los barones del Conurbano, se buscó ir testeando la conflictividad social en las zonas más vulnerables, seguir de cerca el impacto que la inflación estaba teniendo sobre los sectores más pobres. 
Las imágenes de las semanas anteriores corroboraron las intuiciones que tuvo alguna vez el gobierno nacional. Pero las disputas políticas pueden más que los diagnósticos que se hayan hecho alguna vez. Ya volveremos sobre esta cuestión en más abajo. 
En definitiva, en el robo de estos electrodomésticos no hay que apresurarse a ver un ladrón, sino una sociedad que continúa siendo interpelada por un mercado que promete felicidad, éxito, o juventud a cambio de consumo de bienes encantados. No hay que perder de vista el lugar que tiene el consumo en las prácticas sociales. El consumismo es una de las causas de estas conflictividades sociales.
Finalmente, la lectura que se sugiere con estas imágenes mediáticas −además de interpelar los prejuicios que las clases medias y altas tienen sobre los sectores plebeyos−, continúa alimentando el resentimiento de estos sectores que ven en los saqueos −como en los planes trabajar o la Asignación Universal por Hijo−, una injusticia, es decir, un premio no merecido que contrasta con los esfuerzos que ellos hicieron durante el año y los compromisos que contrajeron para disfrutar de una Navidad con el arbolito lleno.

9.         Ciudadanos soldados
Otra postal que dejaron los saqueos y la huelga policial fueron las barricadas que improvisaron vecinos y comerciantes para hacer frente a la “ola” de robos. En ella pudimos ver a ciudadanos empuñando armas largas, haciendo guardias rotativas, para proteger su barrio o su cuadra y repeler a los saqueadores o sospechosos de serlo. Lo mismo hicieron muchos comerciantes que se encerraron en sus negocios empuñando armas de guerra, a la espera de los saqueadores. Pero hay más: en las ciudades de Tucumán las armerías agotaron su stock y en Córdoba, las ventas aumentaron un 50%. Los vecinos de varios countries de Buenos Aires empezaron a tomar cursos de defensa personal que incluye la manipulación de armas. Las dos asociaciones que nuclean a los supermercadistas chinos, objetos de saqueo de rigor, anunciaron la formación y desplazamiento de grupos de autodefensa. Muchos, inclusos, ya dispusieron en las puertas de sus negocios garitas blindadas de seguridad como las que solían tener los bancos hasta hace un década atrás. Otros reforzaron las persianas, levantaron nuevos muros, contrataron servicios de guardia especiales a las empresas de seguridad privada.
En los diarios y la TV se habló hasta el cansancio de los saqueadores y los policías sediciosos pero muy poco de los vecinos armados. Y cuando se los mencionaba se hacía para señalar un vacío de poder, para nombrar la ausencia del Estado. No se trata de un dato menor que aporta pintoresquismo a los hechos. Hubo 13 muertos y un centenar de heridos de bala de plomo en toda la Argentina. Casi todos los muertos fueron el resultado de la puntería que practicaron estos vecinos. En otros casos, producto de linchamientos. Digo, no murieron de muerte natural, sino producto del impacto de bala o los golpes que recibieron. Es decir, fueron asesinados. Mucha gente mató, pero sus homicidios (o las tentativas de homicidios) se justificaron (e invisibilizaron) con el virtual estado de excepción que vivieron los vecinos librados a sus propias estrategias y recursos. De esa manera, esos vecinos en pánico moral apuntaron con los prejuicios que venían practicando desde hacía tiempo. Bastaba ver a jóvenes morochos en motitos para asociarlos a la figura del “saqueador” y convertirlos, de llegar a aproximarse a cada barricada, en objeto de tiro al blanco o linchamiento.
Los jueces investigan a los policías y a los protagonistas de los saqueos pero no a los asesinos o a los ciudadanos que apalearon a los jóvenes. Ya sabemos que la justicia es selectiva (clasista y racista) y se dispone a atrapar al negrito, sea el policía o el saqueador.

10.       Torpezas políticas
La protesta salarial de la baja policía, operada por la alta policía en función de sus propios intereses −es decir, con sus propios conflictos políticos y económicos−, tuvo un ingrediente extra que merecería tengan en cuenta sobre todo aquellos que son devotos de las lecturas conspirativas y que viven de las correderas ministeriales y de “contarse cuentos”. Me estoy refiriendo a las disputas entre el delasotismo y el kirchnerismo. Estas disputas no son nuevas, pero en los últimos meses se tensaron porque el gobernador De la Sota manifestó su vocación presidencial. Esta protesta, entonces, hay que enmarcarla en ese contexto de guerra fría entre el gobierno provincial y el nacional. Un conjunto de torpezas y mezquindades políticas contribuyeron a echarle leña al fuego al conflicto.
Por un lado, el gobernador De la Sota subestimó el conflicto cuando postergaba su regreso a la Argentina, pero también cuando demoraba la solicitud oficial de la gendarmería al gobierno federal. Por el otro, el gobierno nacional jugó también a tensar el conflicto cuando se negaba a atender los teléfonos. Sobre este punto sabemos que hubo pugnas entre Zanini-Berni por un lado y Capitanich por el otro. Con el tiempo conoceremos los entretelones de semejante trastienda. Pero con la lectura de los diarios nos alcanza para concluir que el “kirchnerismo duro” jugó como le gusta jugar: “porongueando” al otro. Ese es el juego que más le gusta al machista Berni que asocia la seguridad a fuerza y que cree que esa fuerza se puede conducir a base de prepotencia y pirotecnia verbal. Porque cuando no hay dirección ni planificación política en materia de seguridad, la conducción se limita a la renegociación constante de los acuerdos con las cúpulas policiales. Pero este es otro tema que hemos abordado en otro lugar (Rodríguez; 2013).
Las concesiones que De la Sota hizo a los reclamos de la policía, después de un día entero de saqueos, lejos de resolver el conflicto contribuyeron a expandirlo y profundizarlo. Las medidas adoptadas por De la Sota se transformaron en una oportunidad política concreta para que otras policías provinciales replicasen el escenario. Y no sólo eso, sino que se compraron –en el corto plazo− una multiplicidad de conflictos locales con cada uno de los gremios estatales de su provincia. Ya sabemos que en los últimos años las provincias hicieron ajustes para permanecer arriba de la línea de flote y que el gasto público fue una prerrogativa federal. Pero de concretarse esos aumentos, en un contexto inflacionario, podrán llegar a desfinanciar a las provincias que tendrán que ser rescatadas por un gobierno nacional que tiene cada vez más comprometidas sus reservas.

11.       Laborización policial
La sindicalización no es el punto de partida sino uno de los lugares que hay que alcanzar. La sindicalización, que supone el reconocimiento explícito del derecho a la protesta, hay que pensarla como parte de un proceso de laborización de las policías. Si queremos una policía al servicio de los ciudadanos, hay que procurar que los policías estén cada vez más cerca de los ciudadanos. El pasaje de la seguridad pública a la seguridad ciudadana, de una policía cuyo objetivo no es el orden público sino la protección de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, implica la ciudadanización policial, es decir, la desmilitarización.
Por distintas razones que no vamos a describir acá, las policías en Argentina constituyen agencias con una impronta militar (tal vez porque como fueron creadas por generales, las inventaron a su imagen y semejanza, tal vez porque jugaron muy pegadas con cada dictadura militar). Pero lo cierto es que estamos ante una institución armada, que hizo del arma un fetiche, una institución muy jerarquizada, que reproduce el doble escalafón que existe para las fuerzas militares; que entrena a sus miembros con la hipótesis del conflicto, un conflicto que se carga siempre a la cuenta de la sociedad civil que se propone mantener alejada de sus miembros, a pesar de que sus miembros vayan a la misma panadería.
De modo que si se pretende desandar ese imaginario institucional que gravita, posiciona y presiona a sus cuadros a reproducir un rol que los separa y distancia de los ciudadanos, debemos comenzar a poner en crisis y desandar ese “self” que tan bien ha estudiado y descripto Mariana Sirimarco en su libro De civil a policía (2009).
Con la laborización policial queremos hacer alusión al reconocimiento del estatus de “trabajador”. Como cualquier ciudadano, el policía es un trabajador que tiene determinados derechos. Más allá de que no sea un trabajador más, puesto que tiene obligaciones concretas que se desprenden de la prestación de un servicio esencial que tiene que garantizar el Estado. El policía es un trabajador que en nada lo distingue a un médico, un enfermero, un municipal, etc. El sueldo proletariza y equipara a cualquier profesión.
Claro que la laborización forma parte de una reforma policial que debe inscribirse en una modificación del paradigma securitario. Tareas que, en estos años, se han encarado de manera tibia, con avances y retrocesos, incluso, con más retrocesos que avances.
El policía es un agente que no fue preparado para dialogar con la sociedad civil, toda vez que no se reconoce como ciudadano. Tal vez la laborización de la policía pueda contribuir a desandar esas distancias sociales, y la ciudadanía pueda empezar a encontrar en el policía un interlocutor en vez de un enemigo solapado. Si la policía no está para reprimir a los ciudadanos, sino para protegerlos; si los policías quieren correrse del estigma de “yuta puta” o “son todos corruptos” que cargan, la laborización puede contribuir a poner las relaciones interpersonales en otro lugar. Si pretendemos que los policías denuncien las presiones de sus superiores para que los subalternos actúen más allá de los derechos humanos; si queremos romper la cadena de silencio que impone la obediencia debida en una institución con una estructura jerarquizada, entonces los policías necesitan el reconocimiento de derechos laborales y la protección de otras instituciones que puedan hacer valer el ejercicio de sus derechos frente a sus superiores y los funcionarios.
Como sucede en casi todas las reformas, la sindicalización también está llena de riesgos. Primero porque puede pasar que las cúpulas policiales copen la parada de estas agremiaciones y, de esa manera, encuentren nuevos rudimentos para resguardar el carácter corporativo que pretenden para la institución. Además, en una sociedad donde la democratización sindical sigue siendo otra tarea pendiente, entonces tenemos derecho a manifestar nuestros temores y suponer que los sindicatos policiales pueden replicar la estructura policial vertical. Pero los temores no van a despejar la problemática que nos enfrenta. Si las clases dirigentes quieren imprimirle previsibilidad a la protesta policial, deberán encontrarles otros canales institucionales. La protesta policial, con todos sus repertorios, llegó para quedarse y si no se hallan esos cauces, los conflictos pueden seguir rumbos que afecten la democracia. Sobre todo cuando son sobreoperados y manipulados por la alta policía (y sus pactos tensos con  sectores de la economía y la política). 

12.       Materias pendientes
A treinta años de la democracia otra tarea pendiente sigue siendo la reforma policial. Las policías no conocieron un proceso semejante al que tuvieron los militares en todos estos años. En materia securitaria, la década ganada es una década llena de preguntas, de tareas inconclusas. El reformismo que caracterizó al kirchnerismo en materia económica contrasta con la performance planteada para el área de seguridad. No vamos a decir que fueron diez años tirados a la basura porque se implementaron algunos cambios que, aunque tibios, con avances y retrocesos, representan un mejor punto de partida para encarar cualquier proceso de reforma que siga. Pero en términos generales, el esquema planteado durante la década del ‘90 siguió vigente durante el kirchnerismo. Las alianzas estratégicas entre los actores que componen el dispositivo de temor y control, a través del cual se gobierna la inseguridad y regula el delito, quedaron prácticamente intactas (Rodríguez; 2014). Policiamiento de la seguridad, coyunturalismo policial, prevención situacional y tolerancia cero, demagogia punitiva, autogobierno policial y doble pacto, continuaron siendo los contornos generales que organizaron la seguridad en el país.
Como dijo Sain en otro artículo (2012), comparativamente hablando, a la clase dirigente le salía más barato acordar con la policía que asumir los costos electorales que puede representar encarar un proceso de reforma estructural y de largo aliento. Eso fue así tanto en el gobierno federal como en cada uno de los gobiernos locales, sin importar el signo partidario que asumió la gestión. Es lo que sucedió en la provincia de Buenos Aires (PJ), pero también en Santa Fe (Socialismo) o en CABA (PRO).
En gran parte, entonces, lo que vivimos en el último mes es también la consecuencia de las materias pendientes. Sectores de la alta policía demostraron su voluntad destituyente y la capacidad de quilombificar el país en dos semanas, sacando su tajada de las legítimas demandas de la baja policía. Acciones que merecieron por parte de los mass media empresariales –como no podía ser de otra manera- una cobertura sensacionalista con editoriales fatalistas que, en vez de contribuir a aislar a los actores, fogoneban los conflictos, agitando el pánico de una sociedad sensible, con muy alta sensación de inseguridad. Eso sí, mientras sucedían los acontecimientos, desde la TV Pública continuaban con el fútbol para todos.
Si de los laberintos se sale por arriba, tal vez ocurra de modo similar con los callejones sin salida. Eso va a requerir un acuerdo entre los diferentes partidos del arco político y otros movimientos sociales, toda vez que los cambios estructurales requieren tiempos largos y hay que sortear las coyunturas electorales.
Escribo esto con entusiasmo pero sin optimismo. No creo que en estos dos años que quedan exista voluntad para encarar esas reformas. Más aún cuando el piloto de tormenta elegido sigue siendo Sergio Berni, un funcionario decidido a judicializar la protesta social, a estigmatizar y disciplinar a los habitantes de los barrios pobres –en especial a los más jóvenes− con la ocupación rotativa de la gendarmería y la prefectura, y que piensa al narcotráfico en términos de “guerra a la droga”. Digo, en materia de seguridad no hay sintonía fina sino trazo grueso.
El gobierno avanza en zigzag dando señales contradictorias. En el último año, incluso, se ha encargado si no de borrar al menos de difuminar la frontera entre lo policial y lo militar. Si se confunden los límites entre la seguridad y la defensa (como promueven los EEUU para la región) las conflictividades sociales tendrán otros marcos jurídicos y otros anfitriones. De hecho, en los últimos años, los militares vienen ganando posiciones. No solo fueron movilizados a la frontera para realizar las tareas de control que antes estaban a cargo de la gendarmería, también fueron implicados en las catástrofes naturales, en la seguridad cibernética (en el mes de noviembre Rossi viajó a Brasil a una reunión por este tema) y hay quienes quieren que tengan un papel protagónico en la “guerra a las drogas”. Anoto esto porque en las últimas semanas, después de los saqueos y la huelga policial, el gobierno nacional suspendió o postergó las vacaciones para los militantes. Se espera un verano caliente y los militares son postulados como la reserva de la democracia. Las declaraciones de Milani hablando como parte de un “proyecto nacional” son otro dato novedoso que no hay que perder de vista (ver la entrevista con Hebe de Bonafini en la revista de las Madres).
Acaso por todo esto tenemos suficientes razones para manifestar nuestras sospechas. Con la historia que tenemos nos parece que el desdibujamiento de estas fronteras no debería subestimarse ni pasarse por alto. Más aún cuando el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich −dueño de una verba que compite con la de Berni, que incluso contradice la de Berni−, plantea repensar los términos para la seguridad interior. Por ahora sus declaraciones contrabalancean el carácter reaccionario de la seguridad made in Berni. El tiempo dirá, y ojalá nos equivoquemos, con Foucault podemos decir: interrumpimos aquí este artículo porque lo que sigue está sucediendo.

Bibliografía citada
Frederic, Sabina, “Acuartelamiento y derechos restringidos”, diario Perfil, 8 de diciembre de 2013.
Kessler, Gabriel, “Ilegalismos en tres tiempos”, en: Kessler y Merklen (comps.), Individuación, precariedad, inseguridad, Paidós, Buenos Aires, 2013.
Rodríguez, Esteban, Temor y control. Gobierno de la inseguridad y regulación del delito, en prensa, 2014.
Rodríguez, Esteban, “El despoliciamiento de la seguridad. La construcción de una nueva agenda securitaria”, en: Balsa, Javier (comp.), Discurso, política y acumulación en el kirchnerismo, Buenos Aires, Ediciones del CCC Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini; Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2013.
Sain, Marcelo Fabián.; “Dilemas políticos del gobierno federal frente a la reforma policial en la Argentina”, en Revista de Derecho Penal y Criminología, Año 2, Nº1, Bs. As., febrero de 2012.
Sain, Marcelo Fabián.; “Las grietas del doble pacto” en Revista Le Monde Diplomatique, edición N°174, diciembre de 2013.
Sirimarco, Mariana; De civil a policía. Una etnografía del proceso de incorporación a la institución policial. Teseo, Bs. As., 2009.
Tarrow, Sidney; El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política. Aliaza, Madrid, 1997.
Tilly, Charles, Mc Adam, Dough y Tarrow, Sidney; Dinámica de la contienda política. Hacer Editorial, Barcelona, 2005.
Thompson; E.P.; “La economía ‘moral’ de la multitud” en Costumbres en común. Critica, Barcelona, 1995.



 ** Abogado y Magíster en Ciencias Sociales (UNLP). Docente, investigador y extensionista en la UNQ y UNLP. Director de la Maestría en Ciencias Sociales y Humanidades de la UNQ. Director del programa de extensión universitaria “El derecho a tener derechos” (UNLP). Director del proyecto de investigación “La inseguridad en los barrios: representaciones y estrategias securitarias en un barrio periférico de bajos ingresos” (UNQ). Profesor de la Especialización en Criminología (UNQ). Autor, entre otros libros de Vida lumpen: bestiario de la multitud (2007); Temor y Control. Gobierno de la inseguridad y regulación del delito (en prensa). Coautor de La criminalización de la protesta social (2003); Políticas de terror. (2007); El derecho a tener derechos. Manual de derechos humanos para organizaciones sociales (2009). Miembro del CIAJ (Colectivo de Investigación y Acción Jurídica), organización de derechos humanos en la ciudad de La Plata. Fue asesor del Ministerio de Seguridad, Presidencia de la Nación (2011 y 2012). Miembro de la Campaña Contra la Violencia Institucional. Director de la Maestría en Ciencias Sociales y Humanidades de la UNQ.